lunes, 27 de octubre de 2008

LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO Y EL OCTAVARIO DE LA UNIDAD

Por Jesús Martí Ballester

Entre la fiesta de la Cátedra de san Pedro y la de la Conversión de san Pablo celebramos --del 18 al 25 de enero-- la Semana de oración por la unidad de los cristianos, laudablemente propuesta en 1908 por el Rvdo. Paul Watson. Siempre hubo herejías en la Iglesia, pero los cismas fueron minoritarios.

El más resonante, el origen de la ortodoxia, es el Cisma de Oriente. Cuando el año 330 el Emperador Constantino convirtió a la antigua Bizancio en la nueva capital del Imperio Romano de Oriente, concediéndole su propio nombre, quiso Focio, Patriarca de Constantinopla, capital del Imperio Bizantino, prevalecer sobre el Papa de Roma origen del cisma del siglo IX.



¿QUIÉN ES FOCIO?

Ignacio, Patriarca de Constantinopla, que el 4 de julio del año 847 había sido elegido abad por los monjes de un monasterio de la ciudad, era un hombre muy piadoso, pero de pocas luces y obstinado en sus decisiones. En la fiesta de Epifanía del año 857 negó públicamente la comunión a un tío del Emperador Miguel III, que vivía licenciosamente con su nuera, por lo que fue depuesto y desterrado el 23 de noviembre del año 858. Y en su lugar fue nombrado nuevo Patriarca un laico llamado Focio, hombre culto y erudito, a quien en cinco días se le confirieron todas las órdenes sagradas. Quiso Focio recibir la confirmación del Papa Nicolás I. Este, que era una persona muy enérgica y muy consciente de su primacía, y quería hacer valer su autoridad en Oriente y Occidente, envió a Constantinopla a sus legados con instrucciones y facultades muy precisas, que en vez de deponer a Focio y restituir a Ignacio, como el Papa había ordenado, confirmaron en un Sínodo a Focio como Patriarca de Constantinopla. Cuando el Papa supo la deslealtad de sus legados, les excomulgó a ellos y al patriarca, lo que originó su ruptura con el Papa y la deposición del mismo Papa. La capacidad de intriga de Focio, cuya deposición, destierro, y reducción al estado laical, fue confirmada en el IV Concilio de Constantinopla, VIII ecuménico, logró granjearse de nuevo la confianza del emperador Basilio I y ser restituido como patriarca tras la muerte de Ignacio, con el beneplácito del Papa Juan VIII. Pero conocidas por el emperador León VI sus intrigas y trapisondas fue depuesto otra vez y confinado en un monasterio donde murió diez años más tarde.

MIGUEL CERULARIO

Los ortodoxos, afirman que la tercera persona de La Trinidad procede del Padre mientras los de Roma profesan como dogma que el Espíritu Santo también procede del Hijo. Por eso los de Oriente acusan a la iglesia romana de haber añadido nuevas formulas dogmáticas que ellos no pueden aceptar. De ahí la presunción de que ellos creen y enseñan lo correcto, que es lo que significa el calificativo ortodoxo. La Inmaculada Concepción, lo es a partir de la encarnación y no antes. Rechazan el celibato sacerdotal, como una vocación que no contradice la existencia de sacerdotes que elijan la vida conyugal.

En el siglo XI, siguió pretendiendo la primacía Miguel Cerulario. La pugna por el poder fue ganada por Roma con la victoria de los latinos de la cuarta cruzada, desviada por los venecianos a Constantinopla en 1204, y luego con la toma de Constantinopla por los turcos en 1453, que redujeron a los ortodoxos, pero siguieron su camino hasta hoy, con una influencia enorme en Serbia, Bulgaria, Armenia y Rusia. De noble familia bizantina, Miguel Cerulario era un ambicioso político desde muy joven. Se hizo monje, y llegó a ser patriarca en 1043, nombrado por el emperador Constantino IX. Con él se acrecentaron las diferencias que ya separaban a Bizancio y Roma. En 1052 cerró todas las iglesias y monasterios latinos de su territorio que rechazasen el rito y la lengua griega. Es el plan de todos los nacionalismos políticos, también el actual. Suprimió la comunión con pan ácimo de los latinos, el aleluya en Cuaresma, e impuso dejarse la barba que les diferenciaba de los sacerdotes romanos. Roma respondió poniendo de relieve los errores de los griegos, como el matrimonio de sus sacerdotes, y la negación de la supremacía universal del Pontífice romano.

RUPTURA DEFINITIVA

La ruptura entre ambas Iglesias se hará definitiva, con la unión a la Iglesia de Oriente de los pueblos evangelizados por ella, serbios, búlgaros, rusos y rumanos. El ataque de los cruzados francos a Constantinopla ahondará las distancias. El Patriarca Cerulario como antes Focio, quiere emular las prerrogativas adquiridas por la autoridad civil de su ciudad, aunque Constantinopla no era sede de origen apostólico. El primer Concilio celebrado en Constantinopla en 381, segundo ecuménico, se le reconocía la máxima autoridad en la Iglesia universal, después del Papa y Obispo de Roma, al patriarca de Constantinopla, pero siempre, desde los inicios, había sido reconocida por toda la Iglesia la primacía de la Iglesia Romana sobre la Iglesia Universal, lo que confirmar San Clemente Romano, San Ignacio de Antioquia, San Ireneo y la actitud del Papa San Víctor. Las disensiones surgieron por el afán de Constantinopla y sus Patriarcas de heredar en el orden religioso, como había ocurrido en el político, el lugar preeminente de Roma antes del hundimiento del imperio romano occidental.

EL PAPA LEÓN IX

Era un hombre recto, patrocinador de la reforma eclesiástica iniciada en el monasterio de Cluny, y defensor de la primacía papal. El patriarca de Constantinopla Miguel Cerulario, con muy deficiente formación teológica, tenía antipatía a todo lo occidental y, sobre todo, a la iglesia romana y al Papa, al que acusó de hereje. León IX envió una delegación a Constantinopla, encabezada por el monje Humberto, Cardenal Obispo de Silvia Cándida, quien sentía aversión a lo bizantino. Llegó a Constantinopla dispuesto a proclamar la autoridad pontificia, pero no a dialogar. Redactó una bula conminatoria y, sin entrevistarse con el Patriarca, la depositó sobre el altar de la iglesia patriarcal de Santa Sofía y se volvió a Roma tan feliz, tras haber lanzado excomuniones y entredichos a todos los jerarcas bizantinos. El Patriarca le devolvió la moneda excomulgando, a su vez, al Papa y a sus legados y rompiendo toda relación con Roma. Su posterior deposición y destierro no originaron la conclusión del cisma que todavía hoy rompe la unidad de la Iglesia. Después vendrían los cruzados, hombres, con frecuencia, incultos, rudos y rapaces, que se dedicaron al pillaje y el expolio de las buenas y sencillas gentes del pueblo; andaba por medio también la cuestión dogmática del Filioque o procedencia del Espíritu Santo.



LA REFORMA

Desde el siglo IX, pues, con el cisma de Oriente, cuando la Iglesia de divide en cristianos ortodoxos y cristianos católicos, hasta el siglo XVI, en que los cristianos se separan por obra de Martín Lutero como protestantes, los mismos que creen en Cristo, han roto la túnica inconsútil de Jesús. Y se inicia la Reforma. Lutero, el día 31 de octubre de 1517, fija en la puerta de la catedral de Witenberg 95 tesis sobre las indulgencias. Pero antes habían sido propagadas ideas, que despertaron sentimientos religiosos, como los de la "devotio moderna", y provocaron un clima de escisión de la Iglesia católica.

Antes de Lutero, pues, ya se respiraba ambiente de reforma. Las críticas de Wyclif, de Huss y de Erasmo, sobre la práctica de la religión en el seno de la Iglesia, la discusión sobre la doctrina y la religión misma, propiciaban los reformadores su labor de elaborar una doctrina nueva. Las causas eran el clericalismo, los privilegios y el monopolio cultural de los clérigos, que les confería superioridad sobre los laicos. Al romperse el monopolio y la superioridad con la aparición de los humanistas ajenos al clero, se creó una atmósfera antiescolástica y anticlerical que favoreció el desarrollo de las ideas reformistas. En cuyo origen estaban los abusos morales de algunos Pontífices y del clero, la negligencia en el cumplimiento de los deberes apostólicos, el afán de placer y la mundanización la vida ociosa de los clérigos, el sentido patrimonialista que gran parte del clero tenía de la iglesia, por el que muchos se sentían propietarios de una prebenda, la concentración de cargos, obispados, curatos, capellanías en una sola mano. Esto produjo descontento contra la Iglesia mucho tiempo antes de que estallase la Reforma, y constituyó un arma eficaz, empleada por los reformadores del siglo XVI, para conquistar al pueblo contra Roma. En el origen de la Reforma había también factores religiosos, como la falta de claridad dogmática que afectaba no sólo al pueblo sino a los mismos eclesiásticos y la extremada sensibilidad religiosa del creyente que hacía angustiosa la seguridad de la salvación eterna, más valorada incluso que la existencia terrena.

AL CONTRARIO DE NUESTRA SOCIEDAD

Los hombres de aquella época no se pueden comprender en nuestro tiempo, pues para ellos toda la vida del hombre, desde su nacimiento a su muerte, desde la mañana a la noche, estaba dominada por referencias sagradas: aquellos hombres querían asegurarse la salvación mediante un sistema de protecciones, de abogados celestiales, de mediadores de todo tipo y para todas las circunstancias, lo que criticaban los humanistas por supersticioso. La salvación eterna era un asunto tan primordial que el cristiano vivía preparándose cada día para morir. La vida tenía un valor subordinado a la forma de morir. Tenía sentido si se conseguía una buena muerte. En aquel ambiente la comunicación entre vivos y difuntos era continua. Los que vivían lo hacían pendientes de obtener recursos salvadores. Los difuntos que no habían ido el cielo directamente se beneficiaban de las misas y sufragios que les ayudarían a abreviar el purgatorio. Se facilitaba ganar indulgencias a cambio de un donativo. Eso generó la avidez de algunos, y de otros, empeñados en acumular días, meses o años de indulgencia para asegurarse el cielo. Era una religión para morir. La Curia romana, insaciable en obtener dinero para la hacienda pontificia, se atrajo con este sistema la antipatía y el odio hacia el Papado. Desprestigio del Pontífice de Roma fraguado con el tiempo. En la Edad Media los cristianos se escandalizaban de la existencia simultánea de dos Papas (uno en Roma, otro en Aviñón). Todo este conjunto se convirtió en arma de combate y en instrumento de propaganda de los reformadores, que veían el Anticristo encarnado en el Papa de Roma. Lutero y los alemanes se sintieron dominados por la obsesión del último día, y de la necesidad de instauración de una Iglesia nueva. Y acudieron a la suprema fuente de revelación, la Sagrada Escritura, pasando de intérpretes falibles y poco autorizados. La imprenta, los humanistas, los predicadores y los catequistas del pueblo analfabeto multiplicaron la necesidad de recurrir a la Biblia, inspiradora de todos los reformadores.


EL OCTAVARIO

Estudiados estos orígenes comprendemos la necesidad del Octavario, de la oración por la unión, porque es tan profundo el abismo, y tantos los intereses creados, que sólo la acción del Espíritu puede solucionarlo. Al orar estos días pedimos que se cumpla la oración de Jesús: “Padre Santo, guarda en tu nombre a aquellos que me has dado, para que sean uno como nosotros” (Jn 17,11). Son días en que oramos también por los que nunca han oído la voz del pastor, pues también dice Jesús: “Tengo otras ovejas que no son de este redil, a ésas también es necesario que las traiga, y oirán mi voz y formarán un solo rebaño con un solo pastor” (Jn 10, 16).

Debemos pedir la Unión de los Cristianos, la de nuestros hermanos separados; debemos buscar lo que nos une, sin ceder en cuestiones de fe y moral. Junto a la unidad en lo esencial, la Iglesia promueve la legítima variedad en todo lo que Dios ha dejado a la libre iniciativa de los hombres. Pedir y fomentar la unidad supone también respetar la multiplicidad, con lo que se demuestra la riqueza de la Iglesia. En el Concilio de Jerusalén los Apóstoles decidieron no imponer “más cargas que las necesarias” (He 25, 28).

En este octavario debemos esforzarnos por identificarnos con los mismos sentimientos de Jesús. Unir oración y mortificación pidiendo por la unidad de la Iglesia y de los cristianos, que fue uno de los grandes deseos de Juan Pablo II (Encíclica Ut unum sint), como lo es de Benedicto XVI.

Pedimos al Señor que acelere los tiempos de la ansiada unión de todos los cristianos. ¿La unión de los cristianos?, se preguntaba nuestro Juan Pablo II. Y respondía: Sí. Más aún: la unión de todos los que creen en Dios. Pero sólo existe una Iglesia verdadera. No hay que reconstruirla con trozos dispersos por todo el mundo.


LA IGLESIA ES SANTA Y PECADORA

La Iglesia es Santa, porque es obra de la Santísima Trinidad. Es pueblo santo, pero a la vez es pecadora, porque los hombres son pecadores y la Iglesia la constituyen hombres con sus defectos, pecados y miserias: esa realidad parece una contradicción, pero ese es el misterio de la Iglesia. La Iglesia que es divina, es también humana, todos somos polvo y ceniza (Ecclo 17,31). Por nosotros mismos somos capaces de sembrar la discordia y la desunión. Dios nos sostiene para que sepamos ser instrumentos de unidad, personas que saben disculpar y reaccionar sobrenaturalmente.

Demuestra poca madurez el que, ante la presencia de defectos en los que pertenecen a la Iglesia, se escandaliza y se tambalea su fe en la Iglesia y en Cristo. Ignoran que la Iglesia no está gobernada por Pedro, Pablo o Juan, sino por el Espíritu Santo. Jesús tuvo doce Apóstoles y uno le falló... Nuestro Señor funda su Iglesia sobre la debilidad –pero también sobre la fidelidad- de unos hombres, los Apóstoles, a los que promete la asistencia constante del Espíritu Santo.

SIEMPRE ESTARÉ CON VOSOTROS

La predicación del Evangelio no se extendió en Palestina por la iniciativa personal de unos cuantos. ¿Qué podían hacer los Apóstoles? No eran ni ricos, ni cultos, ni sabios. Jesús echa sobre los hombros de este puñado de discípulos una tarea inmensa, divina. “No me elegisteis vosotros a mí, sino que soy yo el que os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto sea duradero, a fin de que cualquier cosa que pidieres al Padre en mi nombre, os la conceda” (Jn 15,16).

La Iglesia está extendida por los cinco continentes; pero la catolicidad de la Iglesia no depende de la extensión geográfica, aunque esto sea un signo visible. La Iglesia era Católica ya en Pentecostés; nace Católica del Corazón de Cristo. Ahora, como entonces, extender la Iglesia a nuevos ambientes y a nuevas personas requiere fidelidad a la fe y obediencia rendida al Magisterio de la Iglesia. Desde hace dos mil años, Jesucristo quiso construir su Iglesia sobre una piedra: Pedro, y el Sucesor de San Pedro en la cátedra de Roma es el Vicario de Cristo en la tierra. Hemos de dar gracias a Dios porque ha querido poner al frente de la Iglesia un Vicario que la gobierne en su nombre. En estos días hemos de incrementar nuestra plegaria por el Romano Pontífice y esmerarnos en el cumplimiento de cuanto disponga. San Pablo, a quien el Señor mismo llamó al apostolado, acude a San Pedro para confrontar su doctrina: “subí a Jerusalén para ver a Cefas, escribe a los Gálatas, y permanecí a su lado quince días”. (I,18).

El Octavario concluye conmemorando la conversión de San Pablo. El martirio de San Esteban fue la semilla que logró la conversión del Apóstol. Dice San Agustín: “Si Esteban no hubiera orado a Dios la Iglesia no tendría a Pablo” (Serm, 315,7). “Sine sanguinis effusione non fit remisio”, dirá el mismo San Pablo, “la redención sólo se logra con la efusión de la sangre”, o con el martirio de la sangre o con el martirio del corazón, que eso es el morir cada día. Por eso decía Juan Pablo II en el octavario del 2005: “Sin oración y sin conversión no hay ecumenismo”. El principal obstáculo para la conversión, dice Scott Hahn, lo ofrecen los mismos católicos... El principal apostolado que hemos de realizar en el mundo es contribuir a que en la Iglesia se respire el clima de la auténtica caridad. Debemos acudir a la Virgen María para ser más humildes y, por tanto, más fieles.

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