Jesucristo vino a anunciar el Reino de Dios, un Reino de justicia de verdad y de amor. Para ser capaces de proclamar válidamente ese reino debemos amar a Dios "con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser y amar al prójimo como a uno mismo". El amor vale más que todos los sacrificios y todos los holocaustos.
Sabemos que sólo un sacrificio, el del cordero sin mancha que quita el pecado del mundo, tiene eficacia para salvar a toda la humanidad y a cada ser humano. Ese sacrificio ofrecido en la Cruz de una vez y para siempre lo ofrecemos a Dios nuestro Padre cada vez que celebramos la Santa Eucaristía.
A partir del ano 2000 entramos en un período "intensamente eucarístico: en el sacramento de la Eucaristía el Salvador, que se encarnó en el seno virginal de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina" (TMA 55). Igualmente el principio de siglo es un tiempo profundamente misionero, porque en este comienzo del nuevo milenio "deberá resonar con fuerza renovada la proclamación de la verdad: nos ha nacido el Salvador del mundo". (TMA 38). Estas dos características, Eucaristía y misión, propias de nuestros tiempos, no coexisten simplemente, sino que se compenetran profundamente una y otra. La Eucaristía es el origen, la fuente, la cumbre y la finalidad de la misión de la Iglesia, mientras que la misión de la Iglesia es el fruto natural de la Eucaristía. Celebrando y viviendo conscientemente todas las dimensiones y fuerzas de la Eucaristía, la Iglesia se hace misionera. En la Eucaristía el amor de Dios encarnado en Cristo llena el corazón del discípulo y con ese amor nos acercamos a nuestros hermanos para anunciarles a Jesús.
La Eucaristía misma es un acto profundamente misionero y en muchas ocasiones ha sido una de las pocas actividades misioneras posibles para la Iglesia. Así ha sido durante muchos años para la Iglesia en Cuba. Sólo el culto eucarístico ha reunido a la gente cada domingo, cada semana o algún día de la semana o del mes. Sólo allí se predico la palabra de Dios y se encontraron en la misa dominical o semanal los hermanos reunidos.
En muchas situaciones misioneras en que la Iglesia se encuentra obstaculizada en su expresión de fe y en su actividad apostólica, la Eucaristía es un acto misionero privilegiado, porque es una de las pocas expresiones que se le permite a la Iglesia. Aun en situaciones muy difíciles cuando todo esta prohibido, como por ejemplo en campos de trabajo forzado o de preeducación, aun allí es posible la presencia eucarística. En muchos casos la adoración eucarística hecha a escondidas, la comunión recibida de forma oculta, o la misa celebrada de ese modo, ha sido la fuerza que ha sostenido la vida de los cristianos y que ha irradiado vida a otros y generado confianza y fortaleza. Esto ha ocurrido en Cuba en nuestra historia más reciente, quizás desconocida por algunos, pero nunca olvidada por quienes hemos sabido que Cristo Eucaristía estaba presente en medio de nosotros en momentos muy difíciles. La Eucaristía es siempre una forma excelsa de evangelización. Y se anuncia el Evangelio para llevar a hombres y mujeres hasta la mesa eucarística.
En la Eucaristía Cristo se ofrece para la remisión de los pecados y la reconciliación universal del mundo: "esto es mi cuerpo, entregado por vosotros... este es el cáliz de mi sangre... derramada por vosotros y por todos para la remisión de los pecados". Dice al respecto la Constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II en su numero 13: "todos los hombres están, pues, llamados a esa unidad católica del pueblo de Dios que prefigura y promueve la paz universal; a esta unidad pertenecen de modos diversos o están ordenados a ella sean los fieles católicos, sean los otros creyentes en Cristo, sea por fin toda la humanidad sin excepción, que la gracia de Dios llama a la Salvación".
Como se ve en este texto del Concilio la fuerza misionera de la Eucaristía se encuentra en su misma celebración. Cristo levantado en lo alto y ofrecido en sacrificio al Padre, levanta a la humanidad, la atrae hacia sí, abarca en su amor de ofrenda a todos los humanos. Este es el misterio que celebramos en cada Eucaristía, esta es la fe de la Iglesia y de cada cristiano católico. Con esta fe celebra el sacerdote diariamente la Santa Misa. Así nos lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica: "la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de aquel que es su cabeza. Con Él la Iglesia se ofrece toda entera y se une a su intercesión al Padre en favor de todos los hombres... la vida de los fieles, su alabanza, sus sufrimientos, su oración, su trabajo, se unen a la ofrenda de Cristo y adquieren un nuevo valor" (CIC 1368). La lectura de la Carta a los Hebreos nos recuerda que: "Jesucristo, de una vez para siempre se ofreció a sí mismo". En cada Eucaristía Cristo vuelve a presentar al Padre su único acto de entrega por nosotros y en cada celebración eucarística nosotros estamos invitados a entregarnos con él al Padre.
La Eucaristía es un banquete fraterno. En el banquete eucarístico hay dos elementos fundamentales: el Pan y el Vino. El pan es el símbolo del esfuerzo y la solidaridad entre los hombres: de muchos granos se hace un único pan, "fruto de la tierra y del trabajo del hombre". El vino, además de ser signo de la solidaridad humana, es también el signo de la alegría y de la fiesta. Por lo tanto, como banquete, la Eucaristía es encuentro, solidaridad, es compartir, es comunión.
La Eucaristía, pues, compromete a los cristianos de cara al pobre: "para recibir de verdad el cuerpo y la sangre de Cristo ofrecido por nosotros, debemos reconocer a Cristo en los más pobres, que son sus hermanos" (CIC 1397). En el ámbito de la actividad misionera, la solidaridad y el compartir con los hermanos más pobres se realizan a través de diversas formas y organizaciones, como Cáritas.
Sin embargo, la gente no tiene sólo hambre de pan, sino también de dignidad, de respeto, de consideración. En este sentido la comunión y la solidaridad con nuestros hermanos más pobres deben traducirse también en actitudes de respeto y de aprecio para sus personas, culturas, costumbres, etc.
Siempre pensamos en esa necesaria unidad de los cristianos de distintas denominaciones, pero olvidamos muy a menudo la unidad interna de la Iglesia Católica, unidad de los sacerdotes y los laicos entre sí, de los sacerdotes religiosos y del clero diocesano, sellados por el mismo sacramento del orden y con una misma misión, la unidad entre los religiosos y religiosas y el obispo, la unidad, en fin, de todos como una gran familia que tiene un solo deber, un solo propósito, un solo mandato del Señor: amarse y amándose unos a otros dar a conocer a los otros el amor. ¡Como debemos cuidarnos los católicos de grupos cristianos hostiles a nuestra Iglesia!
La Eucaristía nos abre a la esperanza de los bienes futuros cuando todos los pueblos del mundo ya redimidos por Cristo se sienten a la misma mesa del gran banquete del Reino, al celebrar la Eucaristía, los cristianos invocamos con insistencia la venida de Cristo: "ven, Señor Jesús". Por tanto, la Eucaristía infunde a la misión un alma que la impulsa a abrir los horizontes del esfuerzo y de la esperanza hasta el encuentro definitivo de todos en Cristo, cuando Él lo será todo en todos.
En la ultima Cena, Cristo instituyó también el orden sacerdotal. Por eso los cristianos que celebran la Eucaristía deben promover las vocaciones sacerdotales para cada Iglesia local y colaborar para que los jóvenes llamados por Dios tengan el apoyo necesario en su camino vocacional, a fin de que en todo rincón de la tierra sea celebrada la Eucaristía, fuente de vida y prenda de salvación. El primer misionero es el sacerdote, el primer Catequista es el sacerdote. Sin la acción Sacerdotal la misión y la catequesis quedan truncas.
Cada Eucaristía repite siempre la dinámica de la misión: somos convocados, reunidos por la Palabra de Dios alrededor de la mesa del banquete eucarístico, donde Cristo se ofrece en sacrificio y alimenta a sus fieles con su cuerpo y con su sangre. Llenos con su amor, beneficiados de su misericordia, somos enviados al mundo entero a llevar el anuncio del Reino de Paz y de Justicia que Jesús trajo a los hombres. Por eso el celebrante, al terminar la oración que culmina nuestro encuentro personal con Cristo en la Santa Comunión, nos dice: "pueden ir en paz". Ese es el envió misionero de cada domingo, de cada Eucaristía.
La Eucaristía es la gran acción misionera de la Iglesia en la cual Cristo, el enviado del Padre, viene a nosotros y nos envía al mundo entero a proclamar su Evangelio. Por esto la misión, como la misa dominical, no es facultativa: todos debemos participar de ella. Cada uno según su edad y sus posibilidades reales, pero con plena conciencia de que no sólo el catequista o el misionero están llamados a anunciar el Evangelio, sino todos los cristianos. Por eso pedimos todos que Cristo-Eucaristía, al ser levantado en lo alto, atraiga hacia si nuestros corazones, que resuene en cada uno de nosotros el mandato que Él nos repite en cada Eucaristía: vayan al mundo entero y anuncien el Evangelio.
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