viernes, 7 de noviembre de 2008

LA FAMILIA




LA FAMILIA, EDUCADORA DE LA PERSONA
Rev. Dr. Eduardo Torres Moreno





1.- La familia, entre angustias y esperanzas.

Estamos en una reunión de educadores. Probablemente no tendríamos que ocuparnos siquiera de este tema si no estuviéramos todos convencidos de que la familia está en crisis y que esa crisis arrastra, de muchas maneras, a la misma escuela.

Un somero análisis sociológico nos hace ver cómo la institución familiar está aquejada en nuestros días de graves ataques de egoísmo, incomunicación y desconfianza; falta la sinceridad, el respeto, el diálogo y el servicio mutuo entre sus miembros; ... por no hablar de la incapacidad de sacrificio y servicio desinteresado entre los esposos, los hijos y los diversos parientes. Es evidente la falta de autoridad de los padres y su prolongada ausencia del hogar, la confusión de roles entre los esposos, la mala administración económica, la indiferencia de los hermanos entre sí o el miedo a tener hijos. Hay muchas familias destrozadas por la infidelidad, el divorcio, la irresponsabilidad de los cabezas de familia, el maltrato y la violencia doméstica, e incluso el abuso psicológico o sexual. No necesito detenerme en ofrecer pruebas estadísticas que pueden conseguirse fácilmente. Con todo, el peligro más grave que afecta a nuestras familias en la sociedad contemporánea es, sin duda ninguna, el miedo al futuro, la falta de esperanza.

Como escribía Juan Pablo II, “... nuestra civilización, aun teniendo tantos aspectos positivos a nivel material y cultural, debería darse cuenta de que, desde diversos puntos de vista, es una civilización enferma, que produce profundas alteraciones en el hombre.¿Por qué sucede esto? La razón está en el hecho de que nuestra sociedad se ha alejado de la plena verdad (...) sobre lo que el hombre y la mujer son como personas. Por consiguiente, no sabe comprender adecuadamente lo que son verdaderamente la entrega de las personas en el matrimonio, el amor responsable al servicio de la paternidad y la maternidad, la auténtica grandeza de la generación y la educación.»”[1].

La experiencia propia de cuantos aquí nos encontramos testimonia claramente cómo estos problemas familiares afectan inexorablemente a la escuela, por cuanto son arrastrados por los alumnos, los profesores, los administrativos. Todos los miembros de la comunidad educativa pertenecen a una familia y se ven afectados por ella. Al mismo tiempo, en la interacción propia de la dinámica educativa, los problemas familiares de todos sus miembros no sólo se reflejan perfectamente sino que pueden multiplicarse o intensificarse de diverso modo al propio del ámbito familiar y afectar seriamente el desempeño académico.

Sin embargo, aunque todo esto sea verdad, no es toda la realidad, ni tampoco la parte más importante. Los aquí presentes somos educadores cristianos, y por tanto somos depositarios de una esperanza: nuestra fe. Como cristianos y en la medida en que lo somos, los aquí reunidos confesamos una común fe en el hombre, en la familia, en nuestro trabajo y en el futuro. Por ello, aunque debemos ser realistas para considerar los problemas actuales en su justa gravedad, forma parte también del realismo cristiano considerar las maravillas que la fe nos hace descubrir y hacerlas operativas en nuestras vidas. Sirviéndome de textos del Papa Juan Pablo II les propongo comenzar esta reflexión con esta cuádruple confesión de fe.

Fe en el hombre, ya que en él ha creído desde el principio Dios Creador, y por él ha dado la vida el Redentor:

“El hombre que quiere compren­derse hasta el fondo a sí mismo (...), debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe "apropiarse" y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se realiza en él este hondo proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha "merecido tener tan grande Redentor", si Dios ha dado a su Hijo, a fin de que él, el hombre, "no muera sino que tenga la vida eterna"!. En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo. Este estupor justifica la misión de la Iglesia en el mundo, incluso, y quizá aún más, en el mundo contemporáneo”[2].

Fe en la familia, pues por muchos y graves que sean los males que la aquejan, el hombre es impensable sin la familia: el lugar donde nace y donde muere, el hogar donde se cría, la fragua donde se forma. La familia será siempre, a pesar de todos los contratiempos, la comunidad natural donde el hombre vale no por lo que tiene sino por lo que es. Y por tanto el hombre será lo que sea su familia:

“Entre los numerosos caminos [de la Iglesia], la familia es el primero y el más importante. Es un camino común, aunque particular, único e irrepetible, como irrepetible es todo hombre; un camino del cual no puede alejarse el ser humano. En efecto, él viene al mundo en el seno de una familia, por lo cual puede decirse que debe a ella el hecho mismo de existir como hombre. Cuando falta la familia, se crea en la persona que viene al mundo una carencia preocupante y dolorosa que pesará posteriormente durante toda la vida”[3]

Fe en la educación, ya que

“La educación es un proceso singular en el que la recíproca comunión de las personas está llena de grandes significados [tanto para quien educa como para quien es educado]. El educador es una persona que «engendra» en sentido espiritual. Bajo esta perspectiva, la educación puede ser considerada un verdadero apostolado. Es una comunicación vital, que no sólo establece una relación profunda entre educador y educando, sino que hace participar a ambos en la verdad y en el amor, meta final a la que está llamado todo hombre por parte de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo”[4].

Fe en el futuro, fe que se hace esperanza: porque el futuro está en manos de Dios y es nuestro Padre.



2.- El valor irrenunciable de la familia.

Para los cristianos la familia tiene un valor incuestionable, incalculable e insustituible, por cuanto no sólo confesamos a Dios Creador como su Autor, sino que también reconocemos que en ella Dios se nos revela como Misterio de comunión de personas, Resplandor de Amor y Señor de la vida.

A.- La familia, cuna de la persona.

La identidad íntima de cada hombre y de cada mujer “consiste en la capacidad de vivir en la verdad y en el amor (...). La familia, que se inicia con el amor del hombre y la mujer, surge radicalmente del misterio de Dios. Esto corresponde a la esencia más íntima del hombre y de la mujer, y a su natural y auténtica dignidad de personas. (...) Mediante la comunión de personas, que se realiza en el matrimonio, el hombre y la mujer dan origen a la familia. Con ella se relaciona la genealogía de cada hombre: la genealogía de la persona. La paternidad y la maternidad humanas están basadas en la biología y, al mismo tiempo, la superan. (...) Al afirmar que los esposos, en cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en la concepción y generación de un nuevo ser humano, no nos referimos sólo al aspecto biológico; queremos subrayar más bien que en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diverso de como lo está en cualquier otra generación «sobre la tierra». En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella «imagen y semejanza», propia del ser humano, como sucedió en la creación. La generación es, por consiguiente, la continuación de la creación.

Así, pues, tanto en la concepción como en el nacimiento de un nuevo ser, los padres se hallan ante un «gran misterio» (Ef 5, 32). También el nuevo ser humano, igual que sus padres, es llamado a la existencia como persona y a la vida «en la verdad y en el amor». Esta llamada se refiere no sólo a lo temporal, sino también a lo eterno”[5].

A la luz de esta doctrina de la Carta a las familias para poder asomarnos a un concepto tanto más usado y de moda como, por otra parte, realmente desconocido: el concepto de persona. Sorprendentemente la mayoría de los que lo usan tan abundante como vacuamente parecen olvidar que estamos ante un concepto límite: un concepto mínimo respecto a la realidad que representa, y máximo respecto a lo que nos es dado conocer: es un concepto que desborda a la razón, ya que no puede agotar toda la realidad a la que se refiere. Ciertamente algo podemos conocer de él: Santo Tomás dice que persona “significa lo más perfecto que existe en la naturaleza: subsistens in rationali natura”(STh. I, q.29, a.3, in c.). Aplicado a Dios de manera análoga y eminente (tres Personas en un sólo Dios) designa una realidad que, en él se realiza de una manera propia e infinitamente superior a como se realiza en la naturaleza humana.

Cuando se aplica el concepto persona al ser humano, se refiere a realidades objetivas, subsistentes, distintas entre sí y que actúan con inteligencia y libertad. Es la sustancia completa, incomunicable desde fuera y numéricamente distinta de las demás. Se puede definir el concepto de la persona humana como la relación subsistente que da actualidad al ser de naturaleza racional y corporal, a un ser humano concreto. La persona es así la unidad sustancial que posee una doble condición, ser parte de la naturaleza material y al mismo tiempo trascenderla. No es sólo un individuo de la «especie homo», es mucho más. Es como un todo, pues es «alguien», único e irrepetible; es un «quien» y no sólo un individuo, uno más entre el conjunto de individuos de la especie humana. De hecho porque es más que «algo», sólo puede definirse cabalmente desde dentro y por sí misma. Su originalidad, trascendencia y superioridad deriva de su ontología propia: ser una criatura creada a imagen de Dios y una criatura llamada a ser su hijo en el Hijo. De esta manera cada hombre es una novedad, un nuevo principio de acción; un absoluto, en el sentido de que no es reductible a cualquier otra cosa ni siquiera a uno de sus semejantes. La persona emerge como un misterio abierto a la plena realización de su existencia desde la autoconstrucción, la autoposesión, la autoconciencia, la autodeterminación y la autotrascencencia.

La generación es la forma de la procreación humana. En ella se da una confluencia, o mejor una “alianza” entre dos causas: Dios creador, por una parte, y por otra, la unión que forman los padres en el acto de su unión generativa. Fruto del intimo y verdadero amor de los esposos surge la unidad la comunión interpersonal en su doble dimensión: espiritual y corporal. Y ser portador de la imagen y semejanza de Dios es, ser persona.

Si, por generación entendemos el origen de un ser vivo a partir de otro ser vivo, que arroja como resultado un ser semejante al originante, la generación de la persona implica el origen de la persona a partir de otra persona en una semejanza de naturaleza, pero sobre todo apunta a contemplar en última instancia la generación humana como no otra cosa que la participación, siempre imperfecta, de la única y eterna del Unigénito del Padre. Esto es lo que en definitiva le hace ser persona a cada hombre. Como consecuencia, fuera del campo de la biología, no se debería hablar de reproducción de los seres humanos, ya que el término implica una producción de una copia anterior, una imitación; cosa que, de ninguna manera se da en la generación de la criatura humana, pues en cada desarrollo de cada ser humano hay una novedad de ser, se da una absoluta e irrepetible realidad.

“La paternidad y maternidad humanas, aun siendo biológicamente parecidas a las de otros seres de la naturaleza, tienen en sí mismas, de manera esencial y exclusiva, una «semejanza» con Dios, sobre la que se funda la familia, entendida como comunidad de vida humana, como comunidad de personas unidas en el amor (communio personarum).

A la luz del Nuevo Testamento es posible descubrir que el modelo originario de la familia hay que buscarlo en Dios mismo, en el misterio trinitario de su vida. El «Nosotros» divino constituye el modelo eterno del «nosotros» humano; ante todo, de aquel «nosotros» que está formado por el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza divina. (...)

La familia, comunidad de personas, es, por consiguiente, la primera «sociedad» humana. Surge cuando se realiza la alianza del matrimonio, que abre a los esposos a una perenne comunión de amor y de vida, y se completa plenamente y de manera específica al engendrar los hijos: la «comunión» de los cónyuges da origen a la «comunidad» familiar. Dicha comunidad está conformada profundamente por lo que constituye la esencia propia”[6].

La persona desde su capacidad de auto-construirse, de autodeterminarse, en otras palabras desde su propia capacidad selectiva, va construyéndose -o destruyéndose-como persona. Es persona desde el momento de su creación, pero se “hace” en plenitud en la medida en que libremente se adhiere al Bien. Esta vocación va más allá de los limites del tiempo. Su vivir, su auto-construirse llega a la plenitud cuando participa de la vida de Dios, cuya plenitud se da en el cielo. Por eso, la persona es un proyecto, pero un proyecto cimentado en cielo, en la eternidad. Su razón última de vivir es participar de la filiación del Hijo único de Dios. Como consecuencia, la persona al contemplarse “como término real y directo de la libre acción creadora divina, se ve como término del amor esponsal de Dios”[7].

Por eso, la persona debe saber que su existencia sólo tiene sentido si la convierte en un don para los demás. Quien se guarda, quien no se da, no esta amando y, por tanto, no se cumple como amante, no es capaz de realizar la actividad más alta para los seres que piensan y quieren. A la capacidad de dar le corresponde la de aceptar. Es necesario que exista un “Tú” que acoja el don. De lo contrario el don se frustra. Por eso el amor esponsal es un entregarse recíproco. Finalmente, la persona sólo se entiende desde el amor, como el amor desde la persona. Cada persona es un don incondicionado, creado con la suprema libertad del amor, con la finalidad impresa en su naturaleza de que, reconociendo con su vida inteligente y libre en su valor, en su bien y perfección, ese amor originario que es Dios, pueda corresponder con el mismo amor incondicionado, y encontrar en él su gozo perpetuo. Así el amor del hombre a Dios y al prójimo por Dios es la manifestación directa del amor de Dios por el hombre.[8]

“El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experi­menta y lo hace propio, si no participa en él vivamente.”[9].



B.- La familia, hogar del amor

En la antigüedad, los griegos distinguieron cuatro clases de amor: ÉROS (el amor de necesidad, de la tendencia natural a alcanzar un bien necesario), STORGÉ (el amor propio de la familia – el cariño natural), PHILÍA (el amor de amistad que exige la reciprocidad, el amor de correspondencia mutua y de igualdad) y AGÁPE (el amor de la entrega incondicional, el amor totalmente gratuito, el amor que saca fuera de sí). Podemos decir que en el orden del conocer es más fácil conocer el “amor” cuanto más sensitivo sea; sin embargo en el orden del ser, el amor más valioso es el amor de la entrega total de sí, ya que aunque sea más difícil de conocer, es el más perfecto y el más estable ontológicamente, porque depende enteramente de la voluntad.

En la Trinidad tenemos el origen de la dignidad personal en el hogar del Amor: El Padre se comunica en todo con Amor al Hijo (lo único que no es comunicable es el ser Padre). Por ser esa auto-donación plena, definitiva, eterna, divina, consubstancial en el Amor, el Hijo corresponde recíprocamente con su entrega igualmente total y divina en el mismo Amor y se comunica en todo a su Padre (lo único que no es comunicable es el ser Hijo).Y así se da la meta del amor, que es el amor de amistad recíproca, basado en el amor de entrega: La persona que es Amor, Espíritu de Santidad del Padre y del Hijo. Por tanto, el amor propio de la persona es el amor de entrega de sí mismo en cuanto causa de la amistad correspondida, que integra así también los otros amores: el cariño y el gusto o apetito.

La creación es la primera manifestación de ese amor de entrega total de Dios a las criaturas; por tanto, la vida es ya el primer don gratuito de Dios al hombre. Pero sólo cuando el hombre responde con conocimiento y libertad a ese don con su propio amor de entrega total, llega a esa “meta” del amor de amistad con Dios. Eso sucedió de manera perfecta en la encarnación del Hijo. Por eso el hombre alcanza solamente su plenitud personal (auto-posesión y autorrealización), cuando en su amor al otro, devuelve aquello mismo que ha recibido gratuitamente de Dios: el amor de la entrega personal y gratuita, motor de eterno diálogo y recíproca amistad. Por lo tanto, el acto más pleno de la persona es la participación con su amor en el Amor. Por ello dirá San Ireneo que el hombre esté compuesto de sarx, psiché y pneuma: cuerpo, alma y Espíritu (Santo).

Ahora bien, tanto en el plano divino como humano, lo constitutivo del Amor es el diálogo. En Dios, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de un solo principio de espiración activa por el amor mutuo entre el Padre y el Hijo. Consiguientemente, entre los hombres, el amor nace del trato recíproco (diálogo) en la comunión de personas. Se puede decir que la comunión de personas exige el diálogo y que el diálogo exige el amor.

A la luz de nuestra reflexión sobre el origen de la persona, podremos ahora entender que el valor absoluto ontológico de la persona sólo se afirma por el amor de ágape. Los valores relativos (valor emocional o sexual) pueden ser utilizados como guía para descubrir el valor de la persona del otro, como también para opacarlo. Es el amor gratuito de ágape (que es lo propio de la persona) que exige la alteridad (el otro), porque el amor implica un reconocimiento de la dignidad del otro como persona, en cuanto el amor gratuito es auto-donación. Y por esta auto-donación de una persona a la otra, las personas mismas se confirman y afirman más como personas (autoafirmación). A través de la auto-donación, del don de sí, la persona -paradójicamente- se auto-perfecciona, se auto-afirma. Esa auto-donación solo es posible, en la medida en que la persona se posee a sí misma.

Solo el que se posee a sí mismo es realmente libre para elegir el bien, por el cual la persona se auto-construye en una donación mejor de sí.



C.- La familia, santuario de la vida.

La familia es, por tanto, más que cualquier otra realidad social, el ámbito en el que el hombre puede vivir «por sí mismo» a través de la entrega sincera de sí: puede llegar a la autoafirmación a través de la donación gratuita de sí mismo. Por esto, la familia es la institución social que no se puede ni se debe sustituir: es la fragua de la personalidad, el hogar del amor y, por ello, es «el santuario de la vida»”[10].

Si la persona es relación subsistente llamada a la comunión de las Personas Divinas tenemos que deducir que quien vive la realidad de esa comunión con la Trinidad es persona pues está viviendo esa vida espiritual de amistad con Dios. “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?”[11]. El hombre que es amado por Dios al corresponder a ese amor con su propia entrega llega a la amistad con el Creador. Si el hombre no corresponde a ese amor de Dios y se cierra por el pecado, a esa vida de amistad con Dios, se acabará vaciando y anulando como persona. Estaría viviendo una vida frustrada en la cual no estaría realizando aquello para lo que existe y está llamado como viviente, aquello que lo constituye persona, la donación. Iría contra la naturaleza de su persona al no entregarse, pues “la persona, como la moneda, solo vale cuando se da”.

Por eso precisamente la fundamental donación es la fecundidad, entendida no tanto como reproducción cuanto como proceso espiritual, por cuanto la generación de la persona exige su concepción en la amistad esponsal, su crianza en la amistad maternal y su educación paternal. Así podemos contemplar el modelo original en el Padre que engendra al Hijo en esa mutua entrega que es el Espíritu Santo. Igualmente la familia será comunión de vida en la medida en que esté encendido el fuego del amor en su hogar, en la medida en que haya respeto y honor por cada persona entre los miembros de esa comunidad.






3.- El valor de la escuela, segunda familia:

La escuela está llamada a ser la segunda familia en cuanto que recibe de ella la autoridad educativa, la sirve como ámbito para ampliar los estrechos horizontes del grupo de sangre y se mira en ella como en un espejo para poder construirse, a su imagen, como verdadera comunidad educativa.

A.- Del origen a la crianza: Subsidiariedad del Estado y la Iglesia

La primera realidad que nos debemos tomar verdaderamente en serio los educadores cristianos es la participación de la escuela respecto a la patria potestad. Como siempre ha enseñado la Iglesia:

“Los padres son los primeros y principales educadores de sus propios hijos, y en este campo tienen incluso una competencia fundamental: son educadores por ser padres. Comparten su misión educativa con otras personas e instituciones, como la Iglesia y el Estado. Sin embargo, esto debe hacerse siempre aplicando correctamente el principio de subsidiariedad. Esto implica la legitimidad e incluso el deber de una ayuda a los padres, pero encuentra su límite intrínseco e insuperable en su derecho prevalente y en sus posibilidades efectivas. (...) La subsidiariedad completa así el amor paterno y materno, ratificando su carácter fundamental, porque cualquier otro colaborador en el proceso educativo debe actuar en nombre de los padres, con su consentimiento y, en cierto modo, incluso por encargo suyo"[12].

Que la autoridad fundamental radica en los padres no significa tanto que haya que someter a su arbitrio constante el proceso formativo cuanto que deben formar parte efectiva y efectiva de esa comunidad educativa que llamamos escuela, con verdadera responsabilidad. Los maestros, en cuanto "vicarios de los padres", deben contar con su respaldo permanente en el hogar y exigirlo cuando no se diera: es un punto innegociable. Es preferible tener en clase un "potro" con el respaldo de sus progenitores, ya sabremos "domarlo", que tener al más buenecito de los niños sin el refrendo de su familia. Creo que los criterios de admisión de alumnos en nuestros colegios podrían mejorar mucho en este sentido. No es posible continuar con la práctica irresponsable de aceptar en la escuela alumnos cuyos padres no confían verdaderamente en nuestro ideario educativo sino en nuestra disciplina: mejor que busquen otro "cuartel" o "reformatorio" para sus retoños. Otros, en cambio, aunque vivan imperfectamente la fe cristiana, la aprecian sinceramente y entregan a sus hijos a la escuela confesional porque desean completar la educación que ellos no pueden dar y confían plenamente en la dirección y en la facultad: esto es suficiente. Gracias a Dios, hay otros que no sólo confían globalmente en el ideario educativo del colegio, sino que se involucran en la formación de sus hijos, participando activamente en todos los aspectos de la escuela: éste es el ideal. Además de este respaldo fundamental de los padres, la escuela ha ganado mucho en involucrar a los padres en el mismo proceso educativo escolar, llegando a situaciones en que disfrutan más los propios padres que los hijos de la escuela. Todo lo que incremente el diálogo entre padres y maestros, su interacción educativa, será fructífero con tal que no confunda los papeles ni agobie a ambos.

Pero además de apoyarse en la escuela y apoyarla, la familia necesita la ayuda del Estado y de la entera sociedad:

“La familia [espera de la sociedad] ante todo que sea reconocida en su identidad y aceptada en su naturaleza de sujeto social. (...) ¡Ninguna sociedad humana puede correr el riesgo del permisivismo en cuestiones de fondo relacionadas con la esencia del matrimonio y de la familia! (...) Los derechos de la familia están íntimamente relacionados con los derechos del hombre. En efecto, si la familia es comunión de personas, su autorrealización depende en medida significativa de la justa aplicación de los derechos de las personas que la componen (...) como el derecho de los padres a la procreación responsable y a la educación de la prole (...) Sin embargo, los derechos de la familia no son simplemente la suma matemática de los derechos de la persona, siendo la familia algo más que la suma de sus miembros considerados singularmente. La familia es comunidad de padres e hijos; a veces, comunidad de diversas generaciones. Por esto, su subjetividad, que se construye sobre la base del designio de Dios, fundamenta y exige derechos propios y específicos.”[13]

Desde la escuela podemos hacer mucho más para reclamar del Estado como un derecho básico familiar el reconocimiento efectivo de la libertad de enseñanza. Es cierto que el Estado tiene intereses ideológicos creados y no estará proclive a escucharnos, pero tenemos que aprender a transmitir mejor nuestro mensaje. No estamos reclamando privilegios ni protecciones sino los derechos más básicos de las familias: la libertad de los padres para educar a sus hijos según su conciencia, sin que el Estado les secuestre el alma; la igualdad de oportunidades de las familias necesitadas, que son las que no pueden pagar una escuela de calidad; la justicia distributiva de no ser penalizados tributariamente padres y profesores, condenados a sostener con sus impuestos la competencia desleal y prepotente de la escuela pública. Deberíamos tomar más en serio esta reivindicación como un esfuerzo conjunto, permanente y solidario de educación de las futuras generaciones, ya que de ello depende en muchas ocasiones el futuro de la escuela católica.

Sorprendentemente también debemos exigirnos mucho más como Iglesia a la hora de robustecer la familia como recinto promotor de humanidad:

"En el ámbito de la educación la Iglesia tiene un papel específico que desempeñar. A la luz de la tradición y del magisterio conciliar, se puede afirmar que no se trata sólo de confiar a la Iglesia la educación religioso-moral de la persona, sino de promover todo el proceso educativo de la persona «junto con» la Iglesia. La familia está llamada a desempeñar su deber educativo en la Iglesia, participando así en la vida y en la misión eclesial. La Iglesia desea educar sobre todo por medio de la familia, habilitada para ello por el sacramento, con la correlativa «gracia de estado» y el específico «carisma» de la comunidad familiar.

Uno de los campos en los que la familia es insustituible es ciertamente el de la educación religiosa, gracias a la cual la familia crece como «iglesia doméstica». La educación religiosa y la catequesis de los hijos sitúan a la familia en el ámbito de la Iglesia como un verdadero sujeto de evangelización y de apostolado. Se trata de un derecho relacionado íntimamente con el principio de la libertad religiosa. Las familias, y más concretamente los padres, tienen la libre facultad de escoger para sus hijos un determinado modelo de educación religiosa y moral, de acuerdo con las propias convicciones. Pero incluso cuando confían estos cometidos a instituciones eclesiásticas o a escuelas dirigidas por personal religioso, es necesario que su presencia educativa siga siendo constante y activa”[14].

B.- De la crianza a la instrucción.

La escuela no debe ser sólo una prolongación de la familia sino también una plataforma que abra las mentes de sus integrantes al horizonte infinito de la realidad. La escuela tiene vocación de instrucción: debe transmitir a cada generación el conjunto de hallazgos científicos, normas y costumbres morales, valores y experiencias característicos de toda la civilización en la que la familia está inserta. Ciertamente no es un aspecto único, pero sí necesario y hoy descuidado. La atención al pasado, el ejercicio de la memoria, la acumulación del saber, el desafío de la inteligencia, la valoración de las tradiciones propias y patrias, son la base de una personalidad madura en el presente y de un futuro sin complejos para todos los miembros del plantel escolar. Sin pasado no se puede preparar el futuro, y sin futuro no tiene sentido el presente. Deberíamos estudiar si la ausencia de motivaciones para el aprendizaje que encontramos constantemente entre nuestros alumnos no guarda relación directa con el desprecio de la memoria, el descuido de la instrucción o la falta de reto a la inteligencia. ¿No será que nos aburrimos un poco todos en la escuela, mareados por la inseguridad de una cultura como la nuestra que tiene la mirada sólo puesta en el presente? El relativismo y la inseguridad no pueden atraer a nadie, y desde luego, no a los jóvenes, que por definición son hombre de proyecto, hombres de futuro.



C.-De la instrucción a la educación. La maduración de la persona

Con todo, el proceso educativo no puede quedarse en esa etapa, necesaria, pero no suficiente, de la instrucción escolar, de la transmisión cultural.

"El proceso educativo lleva a la fase de la autoeducación, que se alcanza cuando, gracias a un adecuado nivel de madurez psicofísica, el hombre empieza a «educarse él solo». Con el paso de los años, la autoeducación supera las metas alcanzadas previamente en el proceso educativo, en el cual, sin embargo, sigue teniendo sus raíces. El adolescente encuentra nuevas personas y nuevos ambientes, concretamente los maestros y compañeros de escuela, que ejercen en su vida una influencia que puede resultar educativa o antieducativa.

En esta etapa se aleja, en cierto modo, de la educación recibida en familia, asumiendo a veces una actitud crítica con los padres. Pero, a pesar de todo, el proceso de autoeducación está marcado por la influencia educativa ejercida por la familia y por la escuela sobre el niño y sobre el muchacho. El joven, transformándose y encaminándose también en la propia dirección, sigue quedando íntimamente vinculado a sus raíces existenciales.(...) Engendrar según la carne significa preparar la ulterior «generación», gradual y compleja, mediante todo el proceso educativo. (...) El «principio de honrar», es decir, el reconocimiento y el respeto del hombre como hombre, es la condición fundamental de todo proceso educativo auténtico"[15].



4.- La familia, primera escuela del valer humano. La escuela, familia educativa.

Si la escuela deber ser prolongación e imagen de la familia, hay un aspecto en el que la familia debe ser el primero y principal escuela: la formación moral. Hay muchas cosas, la mayoría, que pueden y debe enseñarse en la escuela, pero hay una que, al decir de los sabios griegos, no se puede enseñar, sólo se puede... aprender. Y eso único que no se puede enseñar es la virtud: la calidad humana, la excelencia como persona, la honestidad. Por eso el señorío humano que se alcanza sirviendo al bien del prójimo por amor de Dios es la materia principal que debe impartir cada familia como escuela de virtudes y cada escuela en cuanto familia de valores, en cuanto ámbito de maestros que respetan a sus alumnos como personas y estudiantes que honran a sus maestros como verdaderos padres.



A.- Principio de coherencia: se enseña con la vida.

En nuestros días vivimos entre una avalancha de papeles pedagógicos, publicaciones, programaciones, evaluaciones, sin embargo sigue siendo verdadero el viejo dicho de que el mejor maestro es el ejemplo:

“En nuestra época [se viene explorando a fondo en los documentos del Magisterio de la Iglesia] (...) el tesoro de la verdad cristiana sobre la familia. Sin embargo, no bastan solamente los testimonios escritos. Mucho más importantes son los testimonios vivos. Pablo VI observaba que, «el hombre contemporáneo escucha de más buena gana a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros es porque son testigos». Es sobre todo a los testigos a quienes, en la Iglesia, se confía el tesoro de la familia: a los padres y madres, hijos e hijas, que a través de la familia han encontrado el camino de su vocación humana y cristiana, la dimensión del «hombre interior» (Ef 3, 16), de la que habla el Apóstol, y han alcanzado así la santidad. La Sagrada Familia es el comienzo de muchas otras familias santas. El Concilio ha recordado que la santidad es la vocación universal de los bautizados. En nuestra época, como en el pasado, no faltan testigos del «evangelio de la familia», aunque no sean conocidos o no hayan sido proclamados santos por la Iglesia”[16].

Igualmente ocurre entre los maestros, donde tantos santos anónimos, felices en su entrega diaria a sus deberes, son los verdaderos héroes de nuestras escuelas, con su callada abnegación y su sacrificio sonriente.

"Por ello es imprescindible que nos tomemos a los jóvenes en serio. Como decía el maestro Corts Grau, a la juventud hoy se le adula, se la imita, se la seduce, se la tolera... pero no se le exige, no se le ayuda de verdad, no se le responsabiliza... porque, en el fondo, no se le ama. Y esto es, en definitiva, lo que los jóvenes sospechan y, aunque no se atrevan a declararlo, proceden en consecuencia.

El amor noble y normal de padres y maestros para con los jóvenes está siendo sustituido por el emotivismo, por la inundación afectiva, por esas demostraciones de cariño tan ostentosas como superficiales (...)

La propia independencia, la libre actuación personal, sólo se logra desde la base de la dependencia, y nunca la elimina del todo. Porque la libertad humana no consiste en la carencia de vínculos, sino en la calidad de esos vínculos y en la fuerza vital con la que uno los acepta y permanece fiel a ellos. La completa independencia o personal autonomía es una ficción (...) El otro tipo de motivación es el que procede de los sentimientos de simpatía hacia otras personas; pero este emotivismo inmediato, si no está ordenado por hábitos morales firmemente adquiridos, conduce al relativismo ético y a la arbitrariedad sentimental. Está claro que tales planteamientos utilitaristas y emotivistas no dan cuenta de las relaciones -mucho más diversificadas y abiertas- que realmente se establecen entre las personas humanas. Nos encontramos en un continuo proceso de dar y recibir, casi nunca sometido estrictamente a la crispación egoísta del do ut des.(...)

Lo que demanda la sociedad que está surgiendo en nuestras manos a comienzos del nuevo milenio es una "nueva ciudadanía", mucho más activa y responsable, en la que las personas no se conformen con ser convidados de piedra en el concierto público, sino que ejerciten con energía y decisión su libertad social, su responsabilidad cívica y su creatividad cultural (...) Para ello necesitan aprender una asignatura que no está en los libros de texto ni se puede incluir en los planes de estudio. La formación (integral) se adquiere como por ósmosis en la familia, en el colegio, en la parroquia, en las relaciones de parentesco y de vecindad. Esto pone en primer término la necesidad del buen ejemplo. Sólo el que conviva con buenos ciudadanos aprenderá a ser un buen ciudadano. En esta disciplina, todos somos discípulos y maestros a un tiempo. Cada uno debe pensar: que no sea yo el que les falle"[17].

B.- Principio de tolerancia: Uno es el que siembra, otro el que cosecha.

Padres y maestros debemos aprender a saber esperar. La paciencia forma parte de la virtud de la fortaleza; la precipitación, el nerviosismo, los malos modales, los gritos o castigos intempestivos, no indican sino la debilidad de carácter y el fracaso de un educador.

No todo tiene la misma importancia en la vida, y mientras el sabio trata de mandar lo menos posible, y siempre, bien; el necio manda mucho y mal, sin darse cuenta de que quien usa mucho la imposición no ha logrado ni logrará hacerse con la inteligencia del educando. Hay que convencer, más que vencer. Hay padres que no se acuerdan de que fueron hijos y maestros que olvidan sus tiempos de estudiantes. Normalmente, los más intolerante hoy suelen ser los más díscolos ayer: deberían volver a la escuela. El diálogo que reclamaban a sus sufridos padres, se lo niegan hoy a sus pobres hijos; huérfanos, muchas veces, de padres vivos. Hijos que requieren sobre todo de sus padres tiempo y atenciones, reciben montañas de juguetes, videojuegos, televisores, computadoras, deportes y otros muchos caprichos, que no alcanzarán jamás a calmar su hambre y sed de cariño.

Por eso, las normas todas serán insuficientes, cuando no han podido ser explicadas suficientemente en un diálogo formativo ni asumidas gradualmente a lo largo del desarrollo evolutivo mediante el crecimiento interior del educando. La educación moral "a distancia" será siempre superficial y aparente: propia para gobernar esclavos, pero no para engendrar y educar hijos.

C.-Principio de excelencia: de la ley a la virtud.

Por ello, además de enseñar normas y transmitir costumbres, además de inculcar hábitos y desarrollar destrezas, la familia, como escuela moral, y la escuela, como familia de virtudes, deben conducir ambas a todos sus miembros por la escaleras que hace subir desde el amor por la ley hasta la ley del amor.

En esta materia todos somos educadores y educandos: los padres aprenden de sus hijos honestidad, al tiempo que los hijos la aprenden de sus padres; los maestros aprenden la excelencia humana de sus alumnos, al tiempo que éstos la aprenden de ellos.

Debemos tener claro que una educación moral legalista aboca necesariamente a la mediocridad o al puritanismo hipócrita, mientras que la cima de la excelencia humana integral sólo se alcanza mediante una educación moral continua, creciente y progresiva tan exigente como amorosa. Sólo el verdadero amor -verdaderamente paterno- sabe exigir así, y sólo la exigencia moral -verdaderamente moral, no legal- puede alcanzar esa cima.

Se entiende así porqué la misma educación católica está llamada a superar un confesionalismo de vía estrecha y descubrir el verdadero sentido católico -es decir, universal- del esplendor de la verdad. Más que acomodarse en el apoyo político, en el prestigio social o económico:

"Enseñada por las múltiples vicisitudes de su historia, la Iglesia está llamada a liberarse de todo apoyo puramente humano, para vivir en profundidad la ley evangélica de las Bienaventuranzas. Consciente de que la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas, nada pide para sí sino la libertad de anunciar el Evangelio. En efecto, su autoridad se ejerce en el servicio de la verdad y de la caridad."[18]

D.- Principio orgánico: el amor como "entrega sincera de sí" a través de las virtudes cardinales.

Alcanzar la cima de la dignidad humana como persona -la excelencia moral- sólo es posible por integración de todas las virtudes humanas en el amor cristiano, principio orgánico y alma de todas ellas. No es posible alcanzarla ni por acumulación de virtudes parciales, ni por inmersión en teorías de valores, puesto que como el movimiento se demuestra, andando, la honestidad -la excelencia humana- se realiza, amando.

“Hay poca vida verdaderamente humana en las familias de nuestros días. Faltan las personas con las que crear y compartir el bien común; y sin embargo el bien, por su naturaleza, exige ser creado y compartido con otros: «el bien tiende a difundirse» («bonum est diffusivum sui»). El bien, cuanto más común es, tanto más propio es: mío —tuyo— nuestro. Ésta es la lógica intrínseca del vivir en el bien, en la verdad y en la caridad. Si el hombre sabe aceptar esta lógica y seguirla, su existencia llega a ser verdaderamente una «entrega sincera».

El Concilio, al afirmar que el hombre es la única criatura sobre la tierra amada por Dios por sí misma, dice a continuación que él «no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo». Esto podría parecer una contradicción, pero no lo es absolutamente. Es, más bien, la gran y maravillosa paradoja de la existencia humana: una existencia llamada a servir la verdad en el amor. El amor hace que el hombre se realice mediante la entrega sincera de sí mismo. Amar significa dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo regalar libre y recíprocamente"[19].

Por ello los antiguos consideraban deshonesto el negocio de la enseñanza, ya que cobrar por enseñar sería como prostituir la educación. Del mismo modo que es el amor el que engendra y no el sexo -aunque use el sexo para ello-, es sólo el amor el que educa -, y no las instituciones y el dinero -aunque necesite instituciones y dinero-. Y el verdadero amor es siempre gratuito.

Ciertamente necesitaremos seguir cobrando por enseñar -no se asuste nadie, no propongo renunciar al sueldo- pero es importante descubrir la educación más como vocación que como profesión, vivirla más como regalo que como trabajo, hacer del encuentro educativo un gozo interpersonal más que una mecánica instructiva.

5.- Enseñar y aprender amores.

Si todo lo que hasta ahora hemos dicho es verdadero, les propongo que más que hablar de formación en valores, hablemos de formar los amores. Aunque no me detenga en este punto, el concepto de "valor" proviene de la ética fenomenológica trascendental, que trata de cimentar una alternativa a la crisis moral de la modernidad, la moral legalista y puritana que se estaba viniendo abajo. Por más interesante que sea el intento no logra consolidar un soporte suficiente para la renovación moral que está reclamando nuestros días, ya que acepta los mismos plateamientos, subjetivistas, inmanentistas y materialistas, del utilitarismo y del legalismo moderno. Los cristianos tenemos en nuestra propia tradición, sobre todo en la gran moral de los Padres de la Iglesia, ese rearme ético que el mundo necesita, armonizando la moral de virtudes y la catequesis de los mandamientos con la novedad evangélica de las bienaventuranzas, unificado todo desde la caridad. Sólo tenemos que vivirlo. Y ese es el problema propio del conocimiento práctico. Se puede decir que en todo hombre vida y ética tienden a coincidir, ya que todo hombre vive de acuerdo al bien que ama y todo hombre piensa sobre el bien de acuerdo al amor que vive.

El problema es que hoy "una cultura de muerte se sirve necesariamente de una ética escéptica y cínica, mediante la que una vida reducida al nivel mínimo de racionalidad (animalización) atenta contra las posibilidades mismas de la ciencia (embrutecimiento) además de contra la humana dignidad, y arrastra a la colectividad hacia un suicidio colectivo, suicidio tanto más terrible cuanto más indoloro, incoloro e insípido se presente. Y es propiamente la tarea de la anestesia la que se quiere asignar a la educación, transformando el universo en una granja donde quienes escapen a la ideología común se encuentren castigados con la soledad o la burla. Más aún, lo grave de la situación actual no es formar parte de una sociedad que se está suicidando colectivamente, sino que pretende que este enorme suicidio colectivo sea un suicidio asistido: asistido por las autoridades morales y educativas que mediante una ética sin convinciones, el relativismo moral, logren anestesiar al paciente colectivo. Los maestros de la sospecha quieren que los jóvenes sean como ellos, cínicos, convencidos de una sóla verdad, que no hay ninguna verdad que pueda convencer al hombre. Llegamos así a la intolerancia de los “tolerantes” que se sirven de la comodidad intelectual de la ignorancia inducida y de la manipulación de las masas para imponer como única moral “democrática” el vacío moral"[20].

Por ello, entiendo que frente a la propuesta relativista de educar en valores, los cristianos tenemos una vocación a educar en amores y una tradición que nos permite hacerlo con convencida seguridad.

A la luz de esta perspectiva -y me permito repetir un texto que escribí hace dos años- aparece la construcción de la persona humana como la tarea primordial al mismo tiempo del individuo y de la comunidad, tarea de la que nadie puede excluirse ni ser excluido. Lo importante, en este campo, será superar el divorcio entre lo que se piensa y dice con lo que uno vive; lo que se enseña y lo que se es. Me gusta decir a los padres que sus hijos casi nunca hacen lo que ellos les dicen que hagan pero que casi siempre hacen aquello que los padres mismos hacen y viven. Lo mismo se puede decir de un profesional de la educación que participa en definitiva de la verdadera paternidad, la espiritual, y está llamado a engendrar la verdad en el misterio de cada persona, o como diría Sócrates a engendrar para la Belleza.

"Pienso que este cometido es tarea especialmente nuestra, como educadores y como cristianos. Frente a la educación domesticadora o nutritiva, hay que realizar una educación en la responsabilidad. El educando no es un objeto, sino sujeto, un hombre arraigado en el mundo. Por eso, no basta una instrucción positivista y atomizante, no es suficiente con llenar cabezas, ni siquiera con formar cabezas; hay que formar personas completas -cabeza, corazón y miembros- al tiempo que nos formamos a nosotros mismos -los educadores- en esos mismos bienes y verdades que proponemos a los educandos. Frente a un sistema de educación centrado sobre la transmisión de conocimientos y de valores de la sociedad dominante, que no acabará nunca de transformarse independientemente de las estructuras que lo mantienen, hay que buscar nuevas formas que lleven la educación a una participación auténtica de todas las personas implicadas en la comunidad educativa. Es mucho más que dedicar más maestros o aumentar el presupuesto escolar o llenar de computadoras la enseñanza; exige de todos los integrantes en la comunidad educativa una concepción personalista, un amor apasionado por la verdad y una inversión estructural de herramientas y fines. Son los fines los que deben estar claros y firmes, mientras que se pueden y se deben discutir, evaluar, mejorar y cambiar, si fuera necesario, todo lo que tiene razón de medio.

Los criterios que rigen en nuestra sociedad son la utilidad y la eficacia, y las energías, hasta en el campo educativo, se dirigen a crear hombres hábiles, eficientes y competitivos. A veces se educa para el éxito inmediato pero quizá se olvide el ser íntimo del hombre y haya demasiados hombres superficiales, vacíos por dentro, con poco o con nada que ofrecer a los demás.

Educar es enseñar y aprender a ser, es ayudar a que se vaya formando la persona como un potencial abierto que ha de desplegarse, con el convencimiento de que dentro de cada hombre habita la luz interior de la Verdad. El hombre es un ser siendo, una realidad inacabada; el hombre es un quehacer, un proyecto, por eso es necesario abrirse, vivir en la inquietud y nunca dar por terminada la tarea de la propia construcción. Es cada vida un libro de aventuras que se está siempre escribiendo, porque el hombre es un ser siempre en camino, y, por tanto, su plenitud será seguir siempre avanzando sin detenerse en lo conseguido. Y para ello necesita la ayuda de Dios.

Educar para la libertad tiene mucho que ver con educar para el silencio, la admiración, la contemplación. El hombre interior es aquel que supera la superficialidad y llega a lo profundo de sí mismo: «no quieras derramarte fuera; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad; y si hallares que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo, mas no olvides que, al remontarte sobre las cimas de tu ser, te elevas sobre tu alma, dotada de razón» (San Agustín, De vera religione 39,72) El ser humano lo es más auténticamente cuanto más deja salir su originalidad, cuando es más él mismo, porque cada uno es único e irrepetible. El centro de la pedagogía siempre es el hombre concreto, que oculta dentro de sí enormes tesoros, el más importante, sin duda, es Dios. Una libertad así entendida, rectamente se experimenta sólo en el amor, un amor que nos arrastra a la búsqueda de la verdad, puesto que el gozo de la verdad es el premio del amor"[21].





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[1] Juan Pablo II (1994) Gratissimam sane, 20.
[2] Juan Pablo II (1979) Carta enc. Redemptor hominis, 10.
[3] Juan Pablo II (1994) Carta Gratissimam sane, 2.
[4] Juan Pablo II (1994) Gratissimam sane, 16.
[5] Juan Pablo II (1994) Gratissimam sane, 8-9.
[6] Juan Pablo II (1994) Gratissimam sane, 6-7.
[7] C. Caffarra, Etica general de la sexualidad, prologo.
[8] cf. 1 Jn. 4, 7-21.
[9] Juan Pablo II (1979) Carta enc. Redemptor hominis, 10.
[10] Juan Pablo II (1994) Gratissimam sane, 11.
[11] I Cor 3,16
[12] Juan Pablo II (1994) Gratissimam sane, 16.
[13] Juan Pablo II (1994) Gratissimam sane, 17.
[14] Juan Pablo II (1994) Gratissimam sane, 16.
[15] Juan Pablo II (1994) Gratissimam sane, 16
[16] Juan Pablo II (1994) Gratissimam sane, 23.
[17] A. Llano (1998) Claves para educar a la generación del "yo"
[18] Juan Pablo II (25.I.1995) Ut unum sint.
[19] Juan Pablo II (1994) Gratissimam sane, 11.
[20] E. Torres (1999) La ética de la vida. Conferencia PUCPR.
[21] E. Torres (2002) La fuerza constructiva de la verdad. Conferencia UCB.



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