martes, 4 de mayo de 2010

TESTIMONIO

Un corazón misionero

Hacer el proceso del catecumenado en la cárcel es una verdadera lección sobre lo que significa "espiritualidad". Muchas veces esta palabra nos desorienta. Jesús no nos propone una espiritualidad que nos transporta a misterios etéreos del espacio exterior. No es algo que tenga que ver principalmente con ritos sagrados celebrados en tiempos y lugares sagrados. Ni se reduce a oraciones o fórmulas especiales.

Más bien, Jesús nos lleva a descubrir lo santo que hay en todos los puntos de la sociedad en los que la vida humana se reduce a pagar deudas y el bienestar se sacrifica diariamente en aras de la supervivencia de la "alta sociedad". De hecho, justamente por este motivo Jesús ha tenido tantos problemas.

Si bien es cierto que Jesús nunca fue encarcelado como Juan Bautista, fue sí arrestado, acusado falsamente, torturado, y finalmente condenado a la pena capital. En aquellas últimas horas de agonía se identificó para siempre con todos los que son juzgados y condenados. En esas últimas horas murió como vivió, sufriendo "fuera de las puertas, para santificar al pueblo con su propia sangre (Heb. 13,12)".

Había iniciado su carrera misionera con un bautismo simbólico de agua que prefiguraba el bautismo real que lo reemplazaría. Para Jesús, la iniciación en los misterios del reino de Dios significaba el abandono de las falsas seguridades de la ciudad y de sus leyes y costumbres. Significaba bajar al río para estar con los pecadores arrepentidos.

Es allí en el río donde escucha, con la actitud humilde del pecador arrepentido, la confirmación que viene de lo alto: "Este es mi Hijo querido en quien me complazco" (Mt 3,17). Durante su ministerio luchará contra la lentitud de sus discípulos para comprender el sentido pleno de su bautismo: que sería el mesías rechazado que aceptaría ser sumergido en el río implacable del juicio del mundo.

Una parte importante del proceso catecumenal es discernir nuestro compromiso de formar comunidades. Cuando decimos que "aquí no tenemos nuestra morada definitiva" no queremos decir que estamos en la luna. Lo que quiere decir es que el reino de Dios no se debe confundir con la ciudad terrena que se construye con engaño y sobre las espaldas de los pobres.

Nuestra iniciación en los misterios del reino de Dios supone la opción por los pobres, el compromiso a trabajar junto con ellos, la piedra rechazada, llamados a ser la piedra angular de la nueva sociedad. "Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo, para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte..., lo que no es, para reducir a la nada lo que es" (1 Cor. 1,26-28).

Nos estamos iniciando en una nueva forma de ver las instituciones y la realidad que nos rodea. Este itinerario de fe implica abandonar las seguridades y caminar hacia "él fuera del campamento, cargando con su oprobio" (Heb. 13, 13).

El Bautismo y la Confirmación no son más que el comienzo. La iniciación en una vida en la que la fracción eucarística de la Palabra y del Pan y el compartir la Copa nos lleva a renovar la alianza con los pobres de Dios.

La espiritualidad de la Preciosa Sangre insiste en contemplar el mundo desde los marginados y condenados. Vivimos cada Eucaristía provisionalmente como Jesús vivió la última cena -- listos para ser llevados a la fuerza a nuestro bautismo. Recordando al Arzobispo Mons. Oscar Romero cuya última misa terminó abruptamente con el derramamiento de su propia sangre, por haber querido construir la "ciudad nueva" entre los pobres de El Salvador.

Por eso compartimos el pan y la copa con temor y temblor. Cuando nos quedamos indiferentes ante la situación de los pobres y llegamos hasta a reclamarles sin misericordia el pago de sus deudas, nuestra Eucaristía se vuelve una farsa. ¿Qué valor puede tener la Misa si somos indiferentes al hambre en el mundo?

Lo que San Pablo describe como una situación local vale igualmente a escala mundial: "Cuando os reunís en común, eso ya no es comer la Cena del Señor; porque cada uno se adelanta a comer su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se embriaga" (1 Cor. 11, 20-21).

En cierto modo uno no elige su iniciación a un corazón misionero profético. Actualmente existe una variedad de ritos de iniciación de los asociados o miembros de una comunidad religiosa, y están también los sacramentos de iniciación cristiana. Sin embargo, un elemental respeto de los derechos humanos nos impediría interferir en el tipo de noviciado que Dios tiene pensado para cada uno.

Pensemos en el tipo de "noviciado" preparado para Martín Luther King o Nelson Mandela, para Pablo de Tarso, Dorothy Day, o Gaspar del Bufalo. En todos estos casos el noviciado fue la cárcel. Su iniciación en la espiritualidad los transportó primero al espacio sagrado de los condenados. Cada uno experimentó un "bautismo" particular que dio comienzo a una misión profética entre los pobres y oprimidos. Mediante esa iniciación nació un corazón misionero.

Haríamos bien en recordar con frecuencia estas personalidades de carne y sangre para comprender el corazón misionero. Hoy cuando pensamos en un perfil tendemos a pensar en una lista abstracta de características positivas. Algo así como un estado de perfección marcado sólo por cualidades positivas. Tenemos que mirar también el lado más oscuro de esos corazones tan humanos de nuestros padres y madres fundadores. Muchas veces nos quedamos con versiones saneadas de la vida de los santos, tan distintas de los relatos de la sagrada escritura.

Con qué audacia presenta la Biblia la transformación espectacular del corazón adúltero y homicida de David en el interlocutor privilegiado del Dios de la Alianza. O que haya confiado el mandamiento sagrado "no matarás" a Moisés, uno que había experimentado en su corazón la lucha que lo llevó a dar muerte al amo del esclavo egipcio.

Tenemos que tomar valor de las palabras que Jesús dejó caer en el complejo corazón misionero de Simón Pedro, tan lleno de temor y negación: "Simón, Simón, mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos" (Lc 22, 31-32).

Todas las palabras y gestos del Señor resucitado que se recogen en el cuarto evangelio confirman la verdad de que el perdón está íntimamente ligado a la misión (Jn 20, 19-23). En circunstancias normales los apóstoles hubieran esperado que el Señor les reprochara que lo hubieran abandonado e, incluso, negado. Estaban llenos de temor. Una reacción lógica hubiera sido ésta: el amigo, ofendido y traicionado, llevándose las manos llagadas a la cara les grita: "Me la van a pagar". Generando así un círculo vicioso de deudas y agravios.

En cambio, ¿qué sucede? Jesús hace el gesto de alzar sus manos llagadas, pero en lugar de las palabras acusadoras que los discípulos hubieran esperado, pronuncia palabras de reconciliación: "La paz sea con vosotros". Y les renueva la misión que les había encomendado: "Como el Padre me envió, así Yo os envío a vosotros". Sopla sobre ellos y prosigue: "Recibid el Espíritu Santo. Los pecados que perdonáreis, serán perdonados; los que retuviéreis, serán retenidos".

P. Thomas Hemm, C.PP.S., "Shaping the Heart of the Missionary" (Formar el corazón del misionero), The Wine Cellar, octubre de 1995, pp. 27-38).

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