La belleza de la vida
Hace mucho tiempo vivía en Georgia una noble y sabia reina llamada Magdana. Sus tierras eran prósperas bajo su mandato, y todo el mundo la apreciaba mucho. Tenía un hijo llamado Rostomel al que amaba muchísimo, y cuando su marido murió, volcó todo su cariño en él.
Un día Rostomel comenzó a mostrarse melancólico y taciturno. No había diversión que lo sacara de su ensimismamiento. Un día su madre no pudo soportar más su tristeza y le preguntó la razón de su abatimiento.
- Hijo mío, dime que pensamientos dolorosos corroen tu mente, qué penas impiden que tus labios dibujen una sonrisa.
- Madre, puedo responderos con otra pregunta?.. Dónde está padre?
- Tu padre? -replicó sorprendida. Sabes que hace ya tiempo que murió...
Quiso entonces saber Rostomel qué era la muerte. Su madre se lo explicó lo mejor que pudo, pero Rostomel se negó a creer que la muerte fuera una suerte ineludible, y convencido de que en algún lugar existía la vida eterna, partió a buscarla.
En su camino se encontró con un ciervo que permanecía inmovil en una gran llanura. Este le preguntó que estaba buscando, y Rostomel se lo explicó. Entonces el ciervo le dijo que su destino era esperar a que su cornamenta alcanzara el cielo, y que si permanecía con él le prometía vivir hasta entonces.
Rostomel rechazó la oferta del ciervo y siguió buscando. Encontró entonces un cuervo negro que volaba sin descanso entre una inmensa montaña y un profundo barranco. Tuvo la misma conversación con él que con el ciervo, y el cuervo le ofreció quedarse con él hasta que llenara el barranco con las piedrecillas que tomara de la montaña. Rostomel también desdeñó su oferta y siguió su camino.
Llegó entonces a un lugar maravilloso al final del mundo. El océano era azul brillante y las olas dibujaban suaves ondas en su superficie. Un gran arcoiris adornaba el cielo, y las orillas eran de la más blanca arena. A lo lejos vió brillar una luz suave y maravillosa, que lo llamaba hacia ella. Antes de poder darse cuenta, fue transportado hasta la otra orilla. Allí, en un palacio dorado, rodada del brillo de las piedras preciosas, encontró a la mujer más hermosa que había visto jamás.
- Bienvenido, Rostomel, a mi reino eterno. Nací el primer día de la creación, y aquí permaneceré hasta su final. Si permaneces junto a mí, la muerte no te tocará, porque yo soy la Belleza de la Vida.
Satisfecho, Rostomel se quedó con ella. Pasó el tiempo y él jamás se cansaba de su belleza, y se pasaba los días contemplando su rostro. Pero un día comenzó a dolerle el corazón:
- Divina Beldad, cuánto tiempo ha pasado desde vi por última vez a mi amada madre y las verdes praderas de Georgia?
- Ah, ya veo que la Madre Tierra no renuncia fácilmente a lo que le pertenece. Vé pues, doblégate a la ley universal, cumple tu humano destino. Pero llévate este regalo en memoria mía: dos flores, una roja y otra blanca. Si deseas vivir tu vida en la tierra y recuperar el tiempo perdido contemplando mi belleza, no tienes más que oler la flor roja. Si llegas a comprender la belleza de la muerte, lleva la flor blanca a tu nariz y aspira profundamente su aroma.
Y tras despedirse de ella, Rostomel emprendió el viaje de vuelta. Llegó a donde estaba el cuervo, y no vió barranco alguno. Cuando se acercó a tocarlo este se deshizo en pedazos: había cumplido su misión. Siguió andando y llegó donde estaba el ciervo. Todo lo que quedaba de él era un blanco esqueleto, y dos cuernos que a través de las nubes subían hasta tocar la bóveda celeste.
Al fin llegó a su Georgia natal, pero nada le resultaba familiar. Había ciudades bulliciosas donde antes sólo había desierto, y la gente vestía y hablaba de una forma extraña. ¿Dónde estaba el castillo desde el que su madre reinaba? Donde antés había habido opulencia, ahora reinaba el silencio, y sólo los bloques de piedra cubiertos de musgo atestiguaban que allí había habido un palacio en otro tiempo. Allí encontró a un anciano encorvado que rezaba y al que le preguntó:
- Padre Santo, decidme... no es este el lugar donde la reina Magdana vivía y reinaba en otro tiempo? Yo soy su hijo, y si mi madre ya no vive, yo soy ahora el rey soberano.
- ¿Magdana? Apenas puedo entenderte, no hablas nuestro idioma. Hablas igual que las antiguas crónicas. Hace tiempo las estudié, y por eso puedo comprender algo de lo que dices. ¿Magana dices? Existe una leyenda, no sé si será cierta, que cuenta que existió una gran reina hace millones de años así llamada. Tenía un hijo, o al menos eso dice la leyenda, que se fue del reino y desapareció sin dejar huellas. Magdana falleció con el corazón destrozado, y con ella se extinguió su reino.
Rostomel permaneció en silencio largo rato mientras sus lágrimas resbalaban por sus mejillas. Finalmente alzó las manos al cielo exclamando:
- Oh eterno secreto del tiempo! Qué soy yo ahora? Tan sólo una leyenda olvidada??
Entonces tomó la flor roja que le había dado la diosa y aspiró su aroma. Al instante envejeció hasta convertirse en un anciano. Ya no tenía ni fuerzas para coger la flor blanca de su bolsillo, así que le pidió al viejo sacerdote que se la acercara a la nariz.
Rostomel murió. Lo enterraron en aquel mismo lugar, la tierra dónde había nacido. Sobre su tumba nacen todos los años dos flores: una roja y otra blanca.
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