miércoles, 1 de octubre de 2008

MES MISIONERO

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Octubre mes de las Misiones
La Iglesia Católica vive el mes de octubre dedicado a despertar el Espíritu Misionero en los fieles

La Iglesia Católica vive el mes de octubre dedicado mundialmente a despertar el Espíritu Misionero en los fieles, con gestos de solidaridad hacia los 200,000 misioneros que entregan sus vidas por el anuncio del Evangelio en el mundo.

Durante este mes, llamado "Mes de las Misiones" se intensifica la animación misionera, uniéndonos todos en oración, el sacrificio y el aporte económico a favor de las misiones, a fin de que el evangelio se proclame a todos los hombres.

El domingo 19 de octubre se celebrá la Jornada Mundial de las Misiones "Domund" en todas las Iglesias locales, como fiesta de la catolicidad y de solidaridad universal. La colecta de este día es destinada al fondo universal para las misiones más necesitadas.

Juan Pablo II en el Nº 72 de la Redemptoris Missio, menciona a los "movimientos eclesiales dotados de dinamismo misionero" que, "cuando se integran con humildad en la vida de las iglesias locales y son acogidos cordialmente por los Obispos y sacerdotes en las estructuras diocesanas y parroquiales, representan un verdadero don de Dios para la nueva evangelización y para la actividad misionera propiamente dicha".


Queridísimos hermanos y hermanas:

El compromiso misionero de la Iglesia constituye, también en este comienzo del tercer milenio, una urgencia que en varias ocasiones he querido recordar. La misión, como he recordado en la Encíclica Redemptoris Missio, está aún lejos de cumplirse y por eso debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio (cfr. n.1). Todo el Pueblo de Dios, en cada momento de su peregrinar en la historia, está llamado a compartir la "sed" del Redentor (cfr Jn 19, 28). Los santos han advertido siempre con mucha fuerza esta sed de almas que hay que salvar: baste pensar, por ejemplo, a santa Teresa de Lisieux, patrona de las misiones, y a monseñor Comboni, gran apóstol de África, que he tenido la alegría de elevar recientemente al honor de los altares.

Consagrados y enviados para la misión

Todos nosotros, miembros de la Iglesia e impulsados por el mismo Espíritu, somos consagrados, aunque de diverso modo, para ser enviados: por el bautismo se nos confía la misma misión de la Iglesia. A todos se nos llama y todos estamos obligados a evangelizar, y esta misión fontal, común a todos los cristianos, ha de constituir un verdadero "acicate" cotidiano y una solicitud constante de nuestra vida.

Es muy bello y estimulante recordar la vida de las comunidades de los primeros cristianos, cuando éstos se abrían al mundo, al que por vez primera miraban con ojos nuevos: era la mirada de quien ha comprendido que el amor de Dios se debe traducir en servicio por el bien de los hermanos. El recuerdo de su experiencia de vida me induce a reafirmar la idea central de la reciente encíclica: "La misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!"(n. 2). Sí, la misión nos ofrece la extraordinaria oportunidad de rejuvenecer y embellecer a la Esposa de Cristo y, al mismo tiempo, nos hace experimentar una fe que renueva y fortalece la vida cristiana, precisamente porque se dona.

Pero la fe que renueva la vida y la misión que fortalece la fe no pueden ser tesoros escondidos o experiencias exclusivas de cristianos aislados. Nada está tan lejos de la misión como un cristiano encerrado en sí mismo: si su fe es sólida, está destinada a crecer y debe abrirse a la misión.

El primer ámbito de desarrollo del binomio fe-misión es la comunidad familiar. En una época en la que parece que todo concurre a disgregar esta célula primaria de la sociedad, es necesario esforzarse para que sea, o vuelva a ser, la primera comunidad de fe, no sólo en el sentido de la adquisición, sino también del crecimiento, de la donación y, por tanto, de la misión. Es hora de que los padres de familia y los cónyuges asuman como deber esencial de su estado y vocación evangelizar a sus hijos y evangelizarse recíprocamente, de modo que todos los miembros de la familia y en toda circunstancia -especialmente en las pruebas del sufrimiento, la enfermedad y la vejez- puedan realmente recibir la Buena Nueva. Se trata de una forma insustituible de educación a la misión y de preparación natural de las posibles vocaciones misioneras, que casi siempre encuentran su cuna en la familia.

Otro ámbito, asimismo importante, es la comunidad parroquial, o la comunidad eclesial de base, la cual, mediante el servicio de sus pastores y animadores, debe ofrecer a los fieles el alimento de la fe e ir en busca de los alejados y extraños, realizando así la misión. Ninguna comunidad cristiana es fiel a su cometido si no es misiones: o es comunidad misionera o no es ni siquiera comunidad cristiana, pues se trata de dos dimensiones de la misma realidad, tal como es definida por el bautismo y los otros sacramentos. Además, este empeño misionero de cada comunidad reviste la máxima urgencia hoy que la misión, entendida incluso en el sentido específico de primer anuncio del Evangelio a los no-cristianos, está llamando a las puertas de las comunidades cristianas de antigua evangelización y se presenta cada vez más como "misión entre nosotros".

Motivo de esperanza, para responder a las nuevas exigencias de la misión actual, son asimismo los Movimientos y grupos eclesiales, que el Señor suscita en la Iglesia para que su servicio misionero sea más generoso, oportuno y eficaz.

Cómo cooperar en la actividad misionera de la Iglesia.

Si todos los miembros de la Iglesia son consagrados para la misión, todos son corresponsables de llevar a Cristo al mundo con la propia aportación personal. La participación en este derecho-deber se llama "cooperación misionera" y se enraiza necesariamente en la santidad de vida: sólo injertados en Cristo, como los sarmientos en la vid (cf. Jn 15, 5), daremos mucho fruto. El cristiano que vive su fe y observa el mandamiento del amor dilata los horizontes de su actuación hasta abarcar a todos los hombres mediante la cooperación espiritual, hecha oración, sacrificio y testimonio, que permitió proclamar co-patrona de las misiones a santa Teresa del Niño Jesús, aunque nunca fue enviada a la misión.

La oración debe acompañar el camino y la obra de los misioneros para que la gracia divina haga fecundo el anuncio de la Palabra. El sacrificio, aceptado con fe y sufrido con Cristo, tiene valor salvífico. Si el sacrificio de los misioneros debe ser compartido y sostenido por el de los fieles, entonces todo el que sufre en el espíritu y en el cuerpo puede llegar a ser misionero, si ofrece con Jesús al Padre los propios sufrimientos. El testimonio de vida cristiana es una predicación silenciosa, pero eficaz, de la palabra de Dios. Los hombres de hoy, aparentemente indiferentes a la búsqueda del Absoluto, experimentan en realidad su necesidad y se sienten atraídos e impresionados por los santos que lo revelan con su vida.

La cooperación espiritual en la obra misionera debe tender sobre todo a promover las vocaciones misioneras. Por eso, invito una vez más a los jóvenes y a las jóvenes de nuestro tiempo a decir "sí", si el Señor les llama a seguirlo con la vocación misionera. No hay opción más radical y valiente que ésta: dejan todo para dedicarse a la salvación de los hermanos que no han recibido el don inestimable de la fe en Cristo.

La Jornada mundial de las misiones une a todos los hijos de la Iglesia, no sólo en la oración, sino también en el esfuerzo de solidaridad, compartiendo la ayuda y bienes materiales para la misión ad gentes. Tal esfuerzo responde al estado de necesidad que sufren tantas personas y poblaciones de la tierra. Se trata de hermanos y hermanas que, necesitados de todo, viven principalmente en los países identificados con el Sur del mundo y que coinciden con los territorios de misión. Los pastores y los misioneros necesitan, pues, medios ingentes, no sólo para la obra de la evangelización -que es, ciertamente, primaria y onerosa-, sino también para salir al paso de las múltiples necesidades materiales y morales mediante las obras de promoción humana que acompañan siempre a toda misión.

Ojalá que la celebración de la Jornada mundial de las misiones sea un estímulo providencial para poner en marcha las estructuras de caridad y para que cada uno de los cristianos y sus comunidades den testimonio efectivo de la caridad. Se trata de "una cita importante en la vida de la Iglesia, porque enseña cómo se ha de dar: en la celebración eucarística, esto es, como ofrenda a Dios, y para todas las misiones del mundo" (Redemptoris missio, 81).

La animación de las Obras Misionales Pontificias.

En la obra de animación y cooperación misionera, que atañe a todos los hijos de la Iglesia, deseo reafirmar el cometido peculiar y la responsabilidad específica que incumben a las Obras Misionales Pontificias, como lo hice destacar ya en la citada encíclica (cf. n. 84).

Las cuatro Obras -Propagación de la fe, San Pedro Apóstol, Infancia Misionera y Unión Misional- tienen como objetivo común promover el espíritu misionero en el pueblo de Dios. Son la expresión de la universalidad en las Iglesias locales.

Deseo recordar especialmente la Unión Misional, que celebra su 75º aniversario de fundación. Tiene el mérito de realizar un esfuerzo continuo de sensibilización entre los sacerdotes, religiosos, religiosas y animadores de las comunidades cristianas, para que el ideal misionero se traduzca en formas adecuadas de pastoral y de catequesis misionera.

Las Obras Misionales deben ser las primeras en llevar a la práctica cuanto afirmé en la encíclica: "Las Iglesias locales, por consiguiente, han de incluir la animación misionera como elemento primordial de su pastoral ordinaria en las parroquias, asociaciones y grupos, especialmente los juveniles" (n. 83). Las Obras Misionales han de ser protagonistas de este importante mandato en la animación, formación misionera y organización de la caridad para la ayuda a las misiones.

Pero, una vez recordada la función de estas Obras y el empeño permanente en favor de la misión, no puedo terminar esta exhortación sin hacer llegar expresamente a los misioneros y misioneras -sacerdotes, religiosos y laicos esparcidos por el mundo- una expresión de afectuoso agradecimiento y estímulo, para que perseveren con confianza en su actividad evangelizadora, aun cuando llevarla a cabo pueda costar y cueste los mayores sacrificios, incluso el de la vida.

Queridísimos misioneros y misioneras: mi pensamiento y afecto os acompañan siempre, junto con la gratitud de toda la Iglesia. Sois la esperanza viva de la Iglesia, como testigos y artífices de su misión universal en el acto mismo que se realiza, y también el signo creíble y visible del amor de Dios, que a todos nos ha llamado, consagrado y enviado, pero que a vosotros os ha dado un mandato especial: el don singular de la vocación ad gentes. Vosotros lleváis a Cristo al mundo; y, en su nombre, como Vicario suyo, os bendigo y os llevo en el corazón. Con vosotros, bendigo a todos aquellos que con amor y generosidad participan en vuestro apostolado de evangelización y de promoción integral del hombre.

Misioneros, que María, Reina de los Apóstoles, guíe y acompañe vuestros pasos y los de todos aquellos que, de cualquier forma, cooperan en la misión universal de la Iglesia.





Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI para la Jornada Mundial de las Misiones 2008
Con ocasión de la Jornada mundial de las misiones quiero invitaros a reflexionar sobre la urgencia persistente de anunciar el Evangelio también en nuestro tiempo



Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI para la Jornada Mundial de las Misiones 2008
Queridos hermanos y hermanas:

Con ocasión de la Jornada mundial de las misiones quiero invitaros a reflexionar sobre la urgencia persistente de anunciar el Evangelio también en nuestro tiempo. El mandato misionero sigue siendo una prioridad absoluta para todos los bautizados, llamados a ser "siervos y apóstoles de Cristo Jesús" en este inicio de milenio. Mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI, en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, afirmó que "evangelizar constituye la dicha y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda" (n. 14).

Como modelo de este compromiso apostólico, deseo indicar de manera particular a san Pablo, el Apóstol de los gentiles, pues este año celebramos un jubileo especial dedicado a él. Es el Año paulino, que nos brinda la oportunidad de familiarizarnos con este insigne Apóstol, que recibió la vocación de proclamar el Evangelio a los gentiles, según lo que el Señor le había anunciado: "Ve, porque yo te enviaré lejos, a los gentiles" (Hch 22, 21). ¿Cómo no aprovechar la oportunidad que este jubileo especial ofrece a las Iglesias locales, a las comunidades cristianas y a cada uno de los fieles, para propagar hasta los últimos confines del mundo el anuncio del Evangelio, "fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree?" (Rm 1, 16).

1. La humanidad necesita liberación

La humanidad necesita ser liberada y redimida. La creación misma —dice san Pablo— sufre y alberga la esperanza de entrar en la libertad de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 19-22). Estas palabras son verdaderas también en el mundo de hoy. La creación sufre. La humanidad sufre y espera la verdadera libertad, espera un mundo diferente, mejor; espera la "redención". Y, en el fondo, sabe que este mundo nuevo esperado supone un hombre nuevo, supone "hijos de Dios". Veamos más de cerca la situación del mundo de hoy.

El panorama internacional, por una parte, presenta perspectivas prometedoras de desarrollo económico y social; y, por otra, ofrece a nuestra atención algunas fuertes preocupaciones por lo que se refiere al futuro mismo del hombre. En no pocos casos, la violencia marca las relaciones entre las personas y entre los pueblos; la pobreza oprime a millones de habitantes; las discriminaciones e incluso las persecuciones por motivos raciales, culturales y religiosos obligan a muchas personas a huir de sus países para buscar refugio y protección en otros lugares; cuando el progreso tecnológico no tiene como fin la dignidad y el bien del hombre, ni está ordenado a un desarrollo solidario, pierde su fuerza de factor de esperanza, y corre el peligro de acentuar los desequilibrios y las injusticias ya existentes. Existe, además, una amenaza constante por lo que se refiere a la relación hombre-ambiente, debido al uso indiscriminado de los recursos, con repercusiones también sobre la salud física y mental del ser humano. El futuro del hombre corre peligro debido a los atentados contra su vida, atentados que asumen varias formas y modos.

Ante este escenario, "agitados entre la esperanza y la angustia, nos atormenta la inquietud" (Gaudium et spes, 4), y nos preguntamos preocupados: ¿qué será de la humanidad y de la creación? ¿Hay esperanza para el futuro?, o mejor, ¿hay un futuro para la humanidad? ¿Y cómo será este futuro? A los creyentes la respuesta a estos interrogantes nos viene del Evangelio. Cristo es nuestro futuro y, como escribí en la carta encíclica Spe salvi, su Evangelio es comunicación que "cambia la vida", da la esperanza, abre de par en par la puerta oscura del tiempo e ilumina el futuro de la humanidad y del universo (cf. n. 2).

San Pablo había comprendido muy bien que sólo en Cristo la humanidad puede encontrar redención y esperanza. Por ello, sentía apremiante y urgente la misión de "anunciar la promesa de la vida en Cristo Jesús" (2 Tm 1, 1), "nuestra esperanza" (1 Tm, 1, 1), para que todas las gentes pudieran compartir la misma herencia, siendo partícipes de la promesa por medio del Evangelio (cf. Ef 3, 6). Era consciente de que la humanidad, privada de Cristo, está "sin esperanza y sin Dios en el mundo" (Ef 2, 12); "sin esperanza, por estar sin Dios" (cf. Spe salvi, 3). Efectivamente, "quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2, 12)" (ib., 27).

2. La misión es cuestión de amor
Es, pues, un deber urgente para todos anunciar a Cristo y su mensaje salvífico. "¡Ay de mí —afirmaba san Pablo— si no predicara el Evangelio! (1 Co 9, 16). En el camino de Damasco había experimentado y comprendido que la redención y la misión son obra de Dios y de su amor. El amor a Cristo lo impulsó a recorrer los caminos del Imperio romano como heraldo, apóstol, pregonero y maestro del Evangelio, del que se proclamaba "embajador entre cadenas" (Ef 6, 20). La caridad divina lo llevó a hacerse "todo a todos para salvar a toda costa a algunos" (1 Co 9, 22).

Contemplando la experiencia de san Pablo, comprendemos que la actividad misionera es respuesta al amor con el que Dios nos ama. Su amor nos redime y nos impulsa a la missio ad gentes; es la energía espiritual capaz de hacer crecer en la familia humana la armonía, la justicia, la comunión entre las personas, las razas y los pueblos, a la que todos aspiran (cf. Deus caritas est, 12). Por tanto, Dios, que es Amor, es quien conduce a la Iglesia hacia las fronteras de la humanidad, quien llama a los evangelizadores a beber "de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios" (Deus caritas est, 7). Solamente de esta fuente se pueden sacar la atención, la ternura, la compasión, la acogida, la disponibilidad, el interés por los problemas de la gente y las demás virtudes que necesitan los mensajeros del Evangelio para dejarlo todo y dedicarse completa e incondicionalmente a difundir por el mundo el perfume de la caridad de Cristo.

3. Evangelizar siempre
Mientras continúa siendo necesaria y urgente la primera evangelización en no pocas regiones del mundo, la escasez de clero y la falta de vocaciones afectan hoy a muchas diócesis e institutos de vida consagrada. Es importante reafirmar que, aun en medio de dificultades crecientes, el mandato de Cristo de evangelizar a todas las gentes sigue siendo una prioridad. Ninguna razón puede justificar una ralentización o un estancamiento, porque "la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia" (Evangelii nuntiandi, 14). Esta misión "se halla todavía en los comienzos y debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio" (Redemptoris missio, 1). ¿Cómo no pensar aquí en el macedonio que, apareciéndose en sueños a san Pablo, gritaba: "Pasa a Macedonia y ayúdanos"? Hoy son innumerables los que esperan el anuncio del Evangelio, los que se encuentran sedientos de esperanza y de amor. ¡Cuántos se dejan interpelar hasta lo más profundo por esta petición de ayuda que se eleva de la humanidad, dejan todo por Cristo y transmiten a los hombres la fe y el amor a él! (cf. Spe salvi, 8)

4. ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! (1 Co 9, 16)
Queridos hermanos y hermanas, "duc in altum!". Entremos mar adentro en el vasto mar del mundo y, siguiendo la invitación de Jesús, echemos sin miedo las redes, confiando en su constante ayuda. San Pablo nos recuerda que predicar el Evangelio no es motivo de gloria (cf. 1 Co 9, 16), sino deber y gozo. Queridos hermanos obispos, siguiendo el ejemplo de san Pablo, cada uno ha de sentirse "prisionero de Cristo para los gentiles" (Ef 3, 1), sabiendo que en las dificultades y en las pruebas podrá contar con la fuerza que procede de él. El obispo no sólo es consagrado para su diócesis, sino para la salvación de todo el mundo (cf. Redemptoris missio, 63). Como el apóstol san Pablo, está llamado a preocuparse de las personas lejanas que todavía no conocen a Cristo, o que todavía no han experimentado su amor, que libera; ha de esforzarse por hacer que toda la comunidad diocesana sea misionera, contribuyendo de buen grado, según las posibilidades, a enviar presbíteros y laicos a otras iglesias para el servicio de evangelización. La missio ad gentes se convierte así en el principio unificador y convergente de toda su actividad pastoral y caritativa.

Vosotros, queridos presbíteros, los primeros colaboradores de los obispos, sed pastores generosos y evangelizadores entusiastas. No pocos de vosotros, en estos decenios, os habéis desplazado a territorios de misión como respuesta a la encíclica Fidei donum, de la que hace poco hemos conmemorado el 50° aniversario, y con la cual mi venerado predecesor el siervo de Dios Pío XII impulsó la cooperación entre las Iglesias. Confío en que no disminuya esta tensión misionera en las Iglesias locales, a pesar de la escasez de clero que aflige a no pocas de ellas.

Y vosotros, queridos religiosos y religiosas, que por vocación os caracterizáis por una fuerte connotación misionera, llevad el anuncio del Evangelio a todos, especialmente a los lejanos, por medio de un testimonio coherente de Cristo y un radical seguimiento de su Evangelio.

Todos vosotros, queridos fieles laicos, que trabajáis en los diferentes ámbitos de la sociedad, estáis llamados a participar, de manera cada vez más relevante, en la difusión del Evangelio. Así, se abre ante vosotros un areópago complejo y multiforme que hay que evangelizar: el mundo. Sed testigos con vuestra vida de que los cristianos "pertenecen a una sociedad nueva, hacia la cual están en camino y que es anticipada en su peregrinación" (Spe salvi, 4).



Conclusión

Queridos hermanos y hermanas, que la celebración de la Jornada mundial de las misiones os anime a todos a tomar cada vez mayor conciencia de la urgente necesidad de anunciar el Evangelio. No puedo menos de subrayar con vivo aprecio la aportación de las Obras misionales pontificias en la acción evangelizadora de la Iglesia. Les doy las gracias por el apoyo que brindan a todas las comunidades, especialmente a las jóvenes. Esas Obras son un instrumento válido para animar y formar en el espíritu misionero al pueblo de Dios, y alimentan la comunión de bienes y de personas entre las diferentes partes del Cuerpo místico de Cristo. Que la colecta, que se hace en todas las parroquias durante la Jornada mundial de las misiones, sea signo de comunión y de solicitud recíproca entre las Iglesias.

Por último, es preciso que en el pueblo cristiano se intensifique cada vez más la oración, medio espiritual indispensable para difundir entre todos los pueblos la luz de Cristo, "luz por antonomasia", que ilumina "las tinieblas de la historia" (ib., 49). A la vez que encomiendo al Señor el trabajo apostólico de los misioneros, de las Iglesias esparcidas por el mundo y de los fieles comprometidos en diferentes actividades misioneras, invocando la intercesión del apóstol san Pablo y de María santísima, "el Arca viviente de la Alianza", Estrella de la evangelización y de la esperanza, imparto a todos la bendición apostólica.

Vaticano, 11 de mayo de 2008
BENEDICTUS PP. XVI


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