sábado, 20 de octubre de 2007

FALLECIÓ EN SU AMADA VENEZUELA EL CARDENAL CASTILLO LARA


El pasado 16 de octubre, falleció en su amada Venezuela el Cardenal Rosalio Castillo Lara, columna firme de la Iglesia y Hombre, con mayúscula, de probado valor y alto compromiso cívico. El cardenal Castillo Lara puede descansar en paz delante del Señor su Dios, porque sirvió con fidelidad absoluta a su Iglesia y a su patria y cumplió a cabalidad sobre la Tierra su misión de pastor y de profeta.

El purpurado venezolano había nacido en San Casimiro, Maracay, el 4 de septiembre de 1922, en el seno de una familia piadosa. Un tío suyo, Lucas Guillermo Castillo, fue Arzobispo de Caracas. Muy joven, Rosalio entendió el llamamiento de la fe y respondió sin ambages. Estudió en distintas instituciones salesianas y más tarde continuó sus estudios sacerdotales en Turín, Italia, y en Bonn, Alemania. Fue ordenado sacerdote el mismo día que cumplía 27 años, en Caracas, y pronto llamó la atención por su talento y su capacidad de trabajo. El Papa Pablo VI lo llamó al Vaticano, donde llegaría después a Presidente de la Comisión Disciplinaria de la Curia Romana y, más tarde, a Presidente de la Pontificia Comisión para la revisión del Código de Derecho Canónico.

El 25 de mayo de 1985 recibió el capelo cardenalicio de manos de Juan Pablo II, tras lo cual fue nombrado para ocupar uno de los puestos de mayor confianza del Vaticano, la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica. Al retirarse del servicio activo, pidió regresar a su tierra natal, porque quería morir allí, y también, yo estoy seguro, porque se sentía obligado a tratar de ayudar a disipar las sombras que ya se cernían sobre Venezuela, aunque fuera ése el último servicio que prestara al país y a su Iglesia.

¡Y vaya si lo hizo!... Vaya si habló gallardamente, con la verdad en los labios y sin temblor en las piernas. Sin alejarse un centímetro de la caridad cristiana, sin buscar más que la unión y la felicidad de los venezolanos, y sin enredarse en galimatías ni circunloquios, descolló entre otros grandes venezolanos, que, en medio de la borrachera chavista de tantos, no han vacilado en llamar las conciencias a capítulo.

Advirtió claramente a su pueblo sobre la entraña real y el peligro intrínseco del proyecto mal llamado bolivariano y no se arredró ante las críticas y amenazas de los seguidores del envalentonado “Mesías” que trata de heredar, a nivel planetario, la herrumbrosa aureola revolucionaria de Fidel Castro, ni tampoco ante las incomprensiones de algunos dentro de la Iglesia. No calló ante los desmanes, por el contrario, denunció el mal que es preciso denunciar y clamó por soluciones armoniosas. En otras palabras, que no fue ambiguo ni timorato a la hora de defender a la Iglesia y a la democracia de los ataques de sus enemigos. Sirvió a su rebaño allí donde era más necesario, hasta el último día de su vida.
Unos dirán que el cardenal Castillo Lara ha pasado a la historia con todas las de la ley.
Los creyentes diremos que llega al cielo acompañado del respeto, la admiración y la gratitud de los hombres y mujeres de buena voluntad, venezolanos y de todas las nacionalidades. Su vida lo acredita y es por ello que hoy podemos los católicos proclamarlo como ejemplo para los que confunden el acomodamiento con la prudencia y el abstencionismo político con la condescendencia ante la injusticia.

El pueblo de Venezuela pierde a un custodio fiel de sus mejores intereses y a un valiente portavoz de sus anhelos. La Iglesia latinoamericana pierde un fuerte pilar y un audaz timonel. Triste es pensar que, mientras muchos lo lloran, habrá fiesta en el cubil de Chávez. Fiesta, sin embargo, que no será perdurable. La voz de la verdad nunca se apaga del todo, y el ejemplo y el legado del cardenal Castillo Lara no han hecho más que caer en tierra, como el grano de trigo. Germinarán para la libertad gozosa de los hijos de Dios, y sus frutos serán buenos y serán abundantes. Así lo pido a Dios para el pueblo de Venezuela.

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